Todo parecía excesivo aquel día, desde la obligación de divertirse hasta las comilonas con vino peleón y cervezas de litro en la arena de la playa. No conservo ni un solo buen recuerdo de aquella fiesta nacional que había que celebrar a la fuerza cada 18 de julio. Me amargaban aquellos falsos domingos en los que la ciudad se quedaba completamente vacía y teníamos que compartir por decreto aquella dosis de alegría globalizada que nos llevaba a casi todas las familias a participar de la misma comedia.
Nos obligaban a ser felices por un día cuando la felicidad pasaba por la paga de regalo que aliviaba los bolsillos de las familias, por las neveras recién estrenadas y por aquellos balones azules y grandes como la Tierra, que la crema Nivea regalaba todos los veranos para hacer intransitable la orilla de la playa.
El ‘18 de Julio’ era más sagrado entonces que el Viernes Santo y representaba la santificación de esa gula mal resuelta que arrastrábamos desde los años de la posguerra. Allá donde fuéramos, a la playa o al campo, íbamos con la intención de hartarnos de comer y de beber como si fuera la primera vez.
Llevo grabado en la memoria el perfume que me dejaron aquellos días de fiesta nacional que tanta pesadez me causaban en el alma. Olían a sardinas asadas y a sal marina, al sudor reposado de los hombres de mi barrio que no se quitaban la camiseta de sport ni para ir la playa; aquellos ‘18 de julio’ olían a papilla de niño y a vómito en la arena, a la testosterona de los muchachos que jugaban a ser héroes delante de los ojos de las niñas: olían a bocadillo de sobrasada y mantequilla, al cloro del agua de las garrafas de Araoz que colocábamos junto a las sandías, hundidas en la arena de la orilla para que se pusiera fresca.
Me parecían insoportables aquellos días de playa a la fuerza cuando era imposible encontrar dos metros libres en la arena. Las sombrillas se rozaban unas con otras y la toalla del vecino se mezclaba con la nuestra como si todos fuéramos de la misma familia. El día después del ‘18 de Julio’ era el día de las quemaduras solares, de la crema Nivea, de los remedios de la abuela para quitarse de encima los efectos de la tormenta de sol que habíamos sufrido en nuestras carnes y en nuestros cerebros como si hubiéramos estado ocho horas subidos en un andamio.
Si me amargaba ir a la playa por decreto, tampoco me proporcionaba ninguna felicidad ir de excursión al campo o a la montaña. Recuerdo un ‘18 de Julio’ que fuimos en el coche de mi padre, un Renault-4, al río de Laujar. Para muchos niños de hace cincuenta años, ir al río era como hacer un largo viaje hacia un universo desconocido. Nunca habíamos pisado un río con agua y lo más parecido que habíamos visto era el cauce del Andarax con dos palmos de agua y lodo en los días de tormenta.
Ir al río representaba en nuestra imaginación el descubrimiento de un paraíso que estaba negado para los niños de Almería, condenados a los paisajes desérticos. Por eso íbamos con ilusión sin saber que regresaríamos tan hastiados y con la misma capa de amargura que cuando íbamos a la playa. El río no era tan idílico como habíamos imaginado y cuando llegábamos a Laujar descubríamos que el río era un riachuelo y que cuando nos cansábamos de estar todo el rato con los pies metidos en el agua, teníamos que soportar el ataque permanente de los mosquitos y el acecho de las avispas a la hora del almuerzo.
No recuerdo ni un solo minuto de felicidad de aquellos días de fiesta nacional de mi infancia que me dejaban el alma tan vacía como se quedaban las calles de la ciudad. Todos los comercios tenían que cerrar a la fuerza y si algún cliente acudía a mi tienda porque se le había olvidado comprar algo el día anterior, tenía que entrar por la puerta falsa por miedo a que los municipales nos clausuraran el negocio.
El ‘18 de Julio’ había que divertirse por decreto, que para eso nos habían regalado la paga extraordinaria.
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