La tortura de las academias de verano

Los que no aprobaban en junio sufrían el duro castigo de las clases particulares

Antiguo Edificio donde estuvo durante décadas la academia Francisco Villaespesa, en la calle de Granada.
Antiguo Edificio donde estuvo durante décadas la academia Francisco Villaespesa, en la calle de Granada.
Eduardo de Vicente
07:00 • 31 jul. 2020

Los sueños que uno iba tejiendo durante el curso para cuando llegara el verano, se truncaban el día que nos daban el boletín con las notas finales. El suspenso en matemáticas o en Lenguaje, que entonces eran las asignaturas principales, te podía amargar el verano si tus padres tomaban la decisión de mandarte a una academia.



Las clases particulares eran una auténtica condena que te partía las vacaciones por la mitad. Mientras los amigos de tu barrio se pasaban los días tirados por la playa o vagabundeando por las plazas y los solares, tú, el del suspenso, tenías que programar tu vida como si no existiera el verano, sabiendo que todas las mañanas, a primera hora, tenías que volver a los libros y lo que era peor, a las explicaciones globalizadas de un profesor que seguramente también sufría la condena de las malditas clases particulares.



En las academias coincidían buenos estudiantes que habían tenido un descuido en una asignatura importante, con auténticos profesionales del ‘muy deficiente’, que ya sabían de antemano que aquel sacrificio familiar no iba a servir para mucho. Cuánto  insistían los padres de entonces, cuánto esfuerzo para sacar una paga extra para el maestro a ver si el niño obraba el milagro, aprobaba en septiembre y podía seguir estudiando. 



Solía ocurrir con frecuencia que los menos responsables, los suspensos vocacionales, los derrotados sin remisión, acababan haciendo grupo en la academia y ponían en riesgo a toda la clase, aprovechando que el profesor particular estaba tan cansado como ellos y solía ser menos riguroso a la hora de tomar medidas disciplinarias con los alborotadores.



Recuerdo un verano que me apuntaron en la academia ‘Cervantes’, que estaba en la Puerta de Purchena, para que me echaran una mano tras un curso caótico. Recuerdo aquella sensación de tristeza que me llegaba hasta el estómago cuando en los días de feria se colaba por el balcón de la clase el sonido de los pasodobles de la banda municipal que iba acompañando a los gigantes y cabezudos. Aquella música, el rumor de los niños alborotando el ambiente, el ruido de los cohetes llamando a la fiesta, me dejaban sin aliento y allí, en la soledad de aquellos pupitres impersonales, delante de aquel maestro desganado, sentía ganas de llorar, de dejarlo todo y de salir corriendo.



De aquellas academias de los años setenta las que más fama tenían era la Central, que estaba situada detrás de Correos y la Cervantes, en la Puerta de Purchena. En la calle de Granada había otro centro que tenía buena fama, donde daban clases particulares durante todo el año, era la academia Francisco Villaespesa, un lugar por el que pasaron varias generaciones de niños en los tiempos de la Educación General Básica y del Bachillerato Unificado Polivalente. 



La academia era una condena diaria porque al suponer un sacrificio económico para tu familia obligaba a tus padres a estar más encima. No solo era la asistencia a clase por las mañanas, sino las horas obligadas de estudio que había que echar por las tardes si querías ir a la playa un par de horas o salir a la calle a jugar con los amigos. 



Había muchachos que no resistían aquella presión de los estudios y se salían de la academia para dejar definitivamente los libros y aprender un oficio o buscar un trabajo. Para muchos padres de aquella época la renuncia de su hijo a seguir estudiando significaba una profunda decepción que dejaba huella en las casas.


Peor lo tenían aquellos suspensos con recursos económicos que acaban siendo enviados a la academia por antonomasia, que entonces era la de la localidad malagueña de Campillos. Ir a Campillos era como cumplir una pena disciplinaria, como si a uno lo enviaran al servicio militar antes de tiempo y con el consentimiento de su familia.


A Campillos iban los estudiantes que se atrancaban, los que empezaban a perder el tren de los estudios, los que necesitaban más disciplina para salir adelante, aquellos a los que era conveniente apartar de las malas compañías y los entretenimientos de adolescentes que tanto les hacían perder el tiempo en Almería. 


La mayoría de aquellos estudiantes ‘desterrados’ tenían detrás a unos padres exigentes, de aquella generación de padres que se dejaron la vida trabajando duro para que sus hijos pudieran tener estudios. Si tenían claro algo en esta vida era que tenían que hacer de sus hijos “hombres de provecho” y todo pasaba por completar al menos los estudios de Bachillerato, en un tiempo en el que se decía que si no tenías el Bachiller no eras nadie.


Campillos era un colegio de pago, perdido en la mitad de un llano de la provincia de Málaga. Tenía aspecto de cortijo, donde olía a cabras y a campo abierto, pero en su alma guardaba la atmósfera y las formas de vida de un campamento militar. Cuando un muchacho llegaba allí no tenía claro si lo mandaban a estudiar o a hacer un ensayo de la mili. 



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