El fantástico reloj de la vieja estación

Fue fabricado por la marca francesa Paul Garnier para presidir el edificio

La esfera del reloj que da a la parte interior de la estación cuenta con dos tramos de escaleras y una cabina que utilizaba el relojero.
La esfera del reloj que da a la parte interior de la estación cuenta con dos tramos de escaleras y una cabina que utilizaba el relojero.
Eduardo de Vicente
22:37 • 13 ago. 2020 / actualizado a las 07:00 • 14 ago. 2020

Llegábamos a la estación y lo primero que hacíamos, en un gesto intuitivo, era mirar el reloj que presidía la hermosa cristalera principal para medir el tiempo que nos faltaba para que saliera el tren o los minutos que teníamos que esperar aún para que llegara el que estábamos esperando. 



Era emocionante ir a la estación, donde se resumían todas los atractivos de un viaje. Aquellas carreras de los que llegaban tarde y tenían miedo de perder el tren; los nervios de los familiares que en el andén aguardaban con impaciencia las últimas noticias de la máquina que acababa de pasar por la penúltima estación; la alegría desbordada de los recibimientos, las lágrimas de las despedidas.



Recuerdo, cada vez que iba a la estación a esperar el tren de Granada donde venía mi hermano mayor, la fantasía que me generaba la presencia majestuosa del reloj interior que destacaba en la pared principal del salón. Los niños de antes teníamos la certeza de que se trataba de uno de los mejores relojes del mundo, porque llevaba la firma de Paul Garnier arriba y más abajo el nombre de una ciudad mítica: París. Y como en aquellos tiempos todos pensábamos que lo que se hacía en el extranjero era mejor que los que fabricábamos en casa, estábamos convencidos de que el reloj de la estación era el más importante de todos los relojes públicos que teníamos en Almería. Además, no se paraba nunca, todo lo contrario que el reloj de la Catedral y el del ayuntamiento, que siempre estaban resfriados.



Me gustaba mirar el reloj interior de la estación y soñar que una noche, cuando hubiera pasado el último tren y se hubieran apagado todas las luces en aquellas dependencias, los niños del barrio entraríamos a escondidas para trepar por las escaleras de hierro y llegar hasta la espléndida cabina de cristal que comunicaba directamente con la sala de máquinas a la que solo tenía acceso al maestro relojero.



Los relojes de la estación y aquella gran cristalera escarchada que presidía el edificio formaron parte del inventario infantil de varias generaciones de niños que en la escuela cantábamos aquella canción que decía: “Que llueva, que llueva, la Virgen de las Cuevas, que caiga un chaparrón y rompa los cristales de la estación”. Luego, cuando íbamos por allí a esperar el tren comprobábamos que la cristalera estaba intacta, que había resistido a la última tormenta y que su destrucción sólo ocurría en la letra de aquella repetitiva cantinela de tardes de colegio. Con los años llegue a hacerme la pregunta de por qué motivo teníamos tantos interés en que la lluvia destrozara los cristales de la estación.



Para muchos de nosotros, la hermosa estación de Almería era entonces un lugar remoto y lleno de emociones. Llegábamos a la estación una hora antes de que el tren diera señales de vida para sentir como se iba aproximando. Sonaba el altavoz del edificio y una voz de ultratumba nos iba anunciando que el Automotor ya había pasado por Gádor y que estaba a punto de asomar por el horizonte. Los niños, aprovechando el descuido de los funcionarios, jugábamos a pegar el oido a las vías para escuchar como latía el corazón de aquellos vagones que todavía estaban a varios kilómetros de distancia. 



Aquellas noches de tren la estación se llenaba de vida con las familias que se agolpaban en los andenes y los taxis que acudían a hacer negocio. Cuando había tren aquel escenario entre la vega y el mar se transformaba, despojándose de la soledad en la que estaba envuelto la mayor parte del día.



Hasta los años setenta, la estación de Almería estaba fuera de la ciudad, en un territorio fronterizo, en medio de un descampado solitario y mal comunicado donde todavía se veían más carros de mulas cargados de verdura y más coches de caballos que vehículos de motor. Ir a la estación era una aventura para los niños del centro, que sólo con pasar al otro lado de la Rambla ya teníamos la sensación de haber emprendido un viaje. Ir a la estación significaba también encontrarnos con un decorado mítico, el lugar prohibido que atravesaban nuestros hermanos mayores para  ir al instituto masculino, más allá de Ciudad Jardín. Ellos nos contaban sus primeras hazañas estudiantiles cuando todas las mañanas, antes de las nueve, se saltaban las reglas cruzando por las vías del tren por el puro placer de lo prohibido y por ahorrarse diez minutos de  caminata.


La estación formó parte de nuestras vidas desde que siendo niños la mirábamos con ojos de admiración y de aventura, como si estuviéramos en un lugar remoto, en otra ciudad diferente, y desde aquella noche repetida generación tras generación en la que miles de mozos tuvimos que embarcar en un viejo vagón para que nos llevara lejos a cumplir con el servicio militar. Aquel día miramos al viejo reloj de la estación para pedirle que el tiempo pasara deprisa.


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