Lo viejos jabegotes de Carboneras aún sesean cuando saludan, la gente del campo de Pulpí silabea en panocho, los balermeros estiran las vocales como el chicle, los mojaqueros de más de 70 cantan cuando preguntan y en Taberno le pegan tajos a las palabras como a una manta de tocino.
Es (o era) el valor filológico de esta tierra urcitana, como de tantas otras, el patrimonio cultural que suponen las decenas de formas de comunicarnos entre nosotros, según te hayas criado en el Almanzora, en el Campo de Dalías o en la costa berberisca del Levante. Cuentan los mayores que, antes de que el progreso homologara las distintas hablas provinciales, cualquiera era capaz de adivinar si el compañero de asiento que te había tocado en el Alsina camino del especialista de la capital era de Turre o de Sorbas, de Albox o de Huércal-Overa.
Todo ese caudal de diversidad, de riqueza fonética y semántica de nuestros mayores, fue estudiado por unos señores que llegaron en unos tiempos remotos a la provincia, a lomos de caballerías, con unos primitivos cuestionarios en pliegos de cordel, unos lapiceros y gomas de borrar.
Formaban parte de un titánico proyecto: el primer Atlas Linguístico de la Península Ibérica, que contaba con los auspicios del eminente catedrático de la lengua Ramón Menéndez-Pidal y con la dirección de su alumno predilecto, el manchego Tomás Navarro.
La idea de ir a los pueblos a recoger el testimonio dialectal de los campesinos españoles fue madurando en los años 20, pero carecía de presupuesto. Hasta que llegó la República y se consiguió una ayuda de la Junta de Relaciones Culturales y esos locos de las palabras pudieron salir a patear España con una libreta porque intuían -como así fue y está siendo- que todas esas hablas populares acabarían por extinguirse como los dinosaurios.
A la zona de Andalucía Oriental le asignaron dos encuestadores: un investigador asturiano y miope llamado Lorenzo Rodríguez-Castellano y un hijo de puertoriqueño, Aurelio Espinosa. El plan era seleccionar pueblos pequeños y entre los sujetos informantes, a personas mayores que no hubieran salido mucho de su entorno para evitar contaminaciones de otras regiones. Recorrieron estos dos intrépidos profesores diez pueblos de la provincia: Alicún, Suflí, Taberno, Lucainena, Mojácar, Turrillas, Carboneras, Adra, Fiñana y Cabo de Gata. Preguntaban a los indígenas por los aperos de labranza, por la forma de hacer el queso, por las fases del noviazgo, o por los alamares de sus chaquetas de domingo.
Uno se imagina entonces a esos labriegos sencillos de Taberno o de Fiñana con las gorras caladas, haciendo lumbre con la yesca, mirando con ojos atónitos a Lorenzo o a Aurelio, que los retrataban y después anotaban, sin ellos comprender por qué, todas las cosas de su entorno, lo más natural del mundo para ellos desde que nacieron: la cántara desportillada esperando la laña, la proa varada en la arena de San Miguel, la ropa blanca en el barreño de barro en la fuente de Mojácar, los cestos de mimbre, las devanaderas o los carros preñados de paja en una era de Suflí.
Todo lo apuntaron con exactitud numismática en esos días lejanos los investigadores del Atlas, todo ese torrente de cosas cotidianas fueron inventariadas, toda esa labor hercúlea que la Guerra -como tantas otras cosas- cercenó. Ahora, el CSIC, 84 años después, está desempolvando y digitalizando todo ese material inédito que será puesto a disposición de los investigadores como los pergaminos más valiosos de ese saber antiguo que atesoraban los almerienses que se fueron y ya no están.
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