Era el inicio y el final de todo: de aquellas familias ruidosas como las que aparecían en las películas de Garci dispuestas a vivir unos días de vacaciones en esta ciudad sureña, inundando de maletas acartonadas y prisas el vestíbulo; de aplicados estudiantes almerienses que iban a hacer una ingeniería a Madrid y que llevaban en el bolsillo un papel doblado con las señas de una pensión en Atocha; de los quintos destinados al Cuartel del Ejército del Aire de Argüelles con calzoncillos bordados con sus iniciales en el equipaje; de los viajantes de Jaén o de Granada que venían a vender bisutería o enciclopedias, con parada y fonda en La Perla; de los enfermos de reúma que iban a tomar baños al balneario salutífero del doctor Company en Alhama.
Era la legendaria Estación de Almería, la que tanto nos impresionaba por su altura de palacio persa a los que veníamos de los pueblos a coger el Espresso a Madrid y soñar con una aventura entre las literas, por la que todos salimos alguna vez soñando con volver. O quizá con no volver.
Emergía su estructura descomunal en ese llano junto a la vega, como una maravilla, dándole caché de ciudad a ese poblachón levantino que era Almería. Ahí aparecía ella, la Estación, con sus más de 50 metros de frontal, con su puntiaguda marquesina de acero y cristal, como una Torre Eiffel rectangular, mirando por encima del hombro desde los azulejos color albero a la otra Estación, la de autobuses, más pedestre y rudimentaria.Y después, cuando uno ingresaba en ese vestíbulo fabuloso se sentía acomplejado porque todo era grande: los murales de Luis Cañadas con escenas de despedidas y mujeres agitando el pañuelo en el andén, las agujas del reloj cenital de Paul Garnier, la taquilla de venta de billetes con el gesto cansino del expendedor, la imagen severa de la Patrona con la playa de Torregarcía de fondo.
La Estación de Almería -esa que no hay nadie vivo que la viera construir- era siempre como el primer paso de la iluminada aventura de la ida o el último del decepcionado regreso.
Allí siempre habitaban dos enamorados comiéndose a besos junto a la cantina jurándose, en el momento de la despedida, un amor tan eterno que duraba hasta la primera salida nocturna separados; allí estaban rubios mochileros sentados en el suelo, que llegaban en el Interail, consultando mapas del Cabo de Gata manchados de cerveza; desde allí se marchaban los emigrantes a la vendimia francesa o a las fábricas de salchichas alemanas, con los ojos humedecidos, besando la mejilla de niños con churretes abrazados a sus madres; por allí aparecían los curas que cambiaban de parroquia, los maestros que venían a tomar posesión de su plaza almeriense, como lo hizo Celia Viñas, cuando aún no existía el aeropuerto.
Por allí llegó varias veces ese rey tan castizo -putero dirían otros- que fue Alfonso XIII para rendir homenaje al Regimiento de la Corona que se había batido el cobre con los moros en el Rif.
Todo el mundo llegó o se marchó durante años de Almería por allí: por esa gran caja de resonancia del oficio de vivir, ese orgullo que ha sido y es para los almerienses su Estación.
Por donde aparecían como sonámbulos los forasteros y se marchaban llorando los almerienses, con una última mirada por la ventanilla, teniendo por delante más de ocho horas de chacachá, junto a personas aún desconocidas con las que pronto entablarían triviales conversaciones interrumpidas por un revisor pidiendo el billete con cara de mala leche.
El andén, perfumado por la carbonilla, no tardaría en quedarse de nuevo vacío de familiares tras haberse cerrado las puertas de los vagones, tras haberse iluminado los potentes focos como en el Transiberiano de Doctor Zhivago, tras el resoplido de la máquina empezando a deslizarse por los raíles.
Ahí estaba todo ese paisaje que siempre era el mismo pero con distintos protagonistas: el mozo del equipaje ordenando la consigna, el factor dando órdenes apresuradas, la turbia atmósfera de la cantina por el humo aún no prohibido del Ducados.
La Estación, esa vieja estación de la que escribo, rehén de una ciudad en la que aún no había aeropuerto ni nadie venía a rodar películas, era un espacio democrático: el mismo retrete tenía que usar la Marquesa de Torrealta, que venía a limpiar su mansión almeriense, que los carteristas que llegaban para hacer la feria de agosto o los granadinos que venían como sardinas en lata en el Tren Botijo para unos días de baños.Fue un antes y un después para la ciudad cuando un casi desconocido arquitecto francés, Laurent Farge, la diseñó en su estudio parisino de la compañía Fives-Lille mirando a los Bosques de Bolonia.
Fue inaugurada en 1895 con la llegada del primer tren de Guadix, cuando Almería entera fue una fiesta e Ivo Bosch, el industrial que arriesgo el capital al quedarse con la contrata, su héroe.
Fueron momentos de embriaguez para esa ciudad que había clamado treinta años por su ferrocarril (casi a los mismos que pueden llegar los almerienses de ahora por el AVE). Ya estaba ahí ese camino de hierro y esa Estación lujuriosa que se había levantado en esta corte de los milagros, frente a los Jardines de Medina, junto a los aires saludables de la Vega y el rumor lejano de las vaquerías y el paisaje de los sarmientos y de hombres lejanos y diminutos con la testuz amagada desperfollando el panizo de los campos de esa ciudad pretérita, pasmados con el rechinar de los boggies y los penachos de humo de la locomotora al llegar al paso a nivel de Los Molinos. Y en la entrada esperando Pedro el Gordo o Alvarillo con su tiro de mulas para acercar a los viajeros más señoritos al centro de la ciudad.
Ahora que los andamios asedian de nuevo su estructura preciosa, tras 105 años prestando servicio y 17 cerrada -con el reloj del vestíbulo anclado en las Cuatro y Diez. como la canción de Aute- uno cae en la cuenta de que hay pocas cosas que encierren con más derecho legítimo la historia cotidiana de esta ciudad que esa joya de Estación, ese icono, la vieja y preciosa Estación de todos nosotros, que hace que los almerienses eleven más que nunca el orgullo de serlo.
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