En su casa, en el barrio de los Cámaras, tenía un órgano eléctrico que formaba parte del pequeño estudio de grabación que se había montado para no perder el tiempo una vez jubilado y para recordar los años dorados de su juventud, cuando dejaba con la boca abierta al público, cantando los boleros de Antonio Machín con el mismo tono y la misma cadencia que el maestro.
Agarraba el micrófono, cerraba los ojos y se ponía a grabar aquellas viejas canciones envuelto en su bata de casa. Tenía una colección de discos que él mismo se había fabricado de forma artesanal y que solía compartir con los amigos cuando se encontraba inspirado.
Era José Jiménez Sánchez, el querido ‘Machín Blanco’, que ha fallecido a la edad de 85 años, dejándonos el recuerdo de su presencia y de sus canciones.
Su historia fue la de tantos muchachos de la posguerra que soñaron con ser artistas y lo fueron, aunque no pudieran vivir de su vocación. Su padre, que era el propietario del bar ‘Los Espumosos’, se empeñaba en apartarlo del sueño, en que pisara el suelo y volviera a la realidad, pero él se sentía cantante y durante varios años disfrutó de esa pequeña parcela de fama de los artistas locales.
Nunca pudo olvidar aquella noche en la que por primera vez se dio a conocer al público. Fue su primera oportunidad, tal vez uno de los días más felices de sus vida y seguramente en el que más miedo sintió cuando llegó el gran momento y se apagaron las luces del Teatro Apolo. La voz del presentador, una de aquellas voces cálidas y cercanas de la radio de los años cincuenta, anunció al respetable: “Con ustedes, Pepito Sangil”. Tenía que ser así, Pepito Sangil, porque con su nombre verdadero, José Jiménez Sánchez, difícilmente hubiera podido triunfar más allá del tranco de su casa.
Entre la niebla de los focos del escenario apareció la figura de José Jiménez Sánchez, un muchacho de dieciséis años que alentado por su amigo y maestro, el músico Cristo Sánchez de la Higuera, quiso probar suerte en ‘Fiesta sin hilos’, un concurso local donde se buscaban jóvenes talentos. Era una imitación del célebre ‘Fiesta en el aire’ que se celebraba en Madrid los fines de semana y que medio país seguía atentamente por las retransmisiones de Radio Nacional de España.
Aquella noche, ‘Pepito Sangil levantó al público de sus asientos, puso patas arriba el teatro en una memorable interpretación de la canción ‘Deuda’, de Antonio Machín. Acompañado al piano por el maestro Barco se movió sobre las tablas como si llevara toda la vida actuando, cautivando también al jurado, que no dudó en concederle el primer premio.
Esa madrugada no pudo dormir. La pasó en blanco encima de la cama; le hubiera gustado haber seguido cantando toda la noche, disfrutar sin límite de tiempo de aquella gente que coreaba su nombre en el abarrotado ‘Apolo’. Con dieciséis años había visto cumplido el sueño que tantas veces había ido tejiendo de niño, delante de la radio que su padre tenía en el bar.
Ahora estaba seguro de que quería ser cantante. Tenía la sensación de que su vida había empezado aquella noche, de que los años de colegio, recibiendo coscorrones de los frailes de los Franciscanos, su paso después por La Salle y la aventura del Instituto, quedaban muy lejos, como recuerdos borrosos. Ahora quería pisar los escenarios, sentir al público de cerca, interpretar con su voz privilegiada las historias de amor que tantas veces le habían hecho emocionarse.
Ese mismo año conoció en persona a su ídolo, Antonio Machín, cuando vino a actuar al Cervantes con su espectáculo ‘Melodía de color’. Por entonces, a José Jiménez ya se le conocía en Almería como ‘el Machín blanco’ porque se sabía todo su repertorio y era capaz de cantar con la misma voz que el artista cubano. Cuenta que Angelita, la mujer de Machín, lo escuchó cantar y le propuso formar parte de la compañía, pero que su padre se opuso a que se embarcara en aquella extraña aventura.
En 1954, cumplidos los dieciocho años y decidido a seguir adelante, se marchó a Sevilla para sacarse el carnet de estilista o artista profesional, imprescindible para poder empezar su carrera.
Con la maleta a cuestas y la ilusión de triunfar, se echó a las carreteras. No fue un camino de rosas y la realidad se le presentó mucho más dura de lo que había imaginado. Llevó su estilo por los cafés cantantes de Sevilla, Granada y Barcelona y conoció los bajos fondos de un mundo donde era difícil llegar si uno no estaba dispuesto a realizar el sacrificio que le propusieran la personajes importantes que revoloteaban como polillas a la luz de los principiantes.
Desengañado por lo que había visto fuera, José Jiménez regresó a Almería con la intención de seguir cantando, aunque no fuera de forma profesional. En este retorno volvió a encontrarse con Cristo Sánchez de la Higuera, su amigo, su maestro, con el que formó el inolvidable grupo ‘Los Trovadores’.
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