La cara norte de los soportales de la Plaza Vieja era un mundo aparte, un espacio sombrío y lleno de humedad donde apenas entraba la luz. Las puertas de las casas siempre estaban abiertas, tratando de recibir el regalo de algún rayo de sol perdido de los que a mediodía se colaban bajo los arcos.
Debajo de los soportales la vida parecía detenida, anclada en otro tiempo, como si a lo largo de medio siglo no hubiera cambiado nada. A finales de los años sesenta, aquel pasadizo sobrevivía fuera de contexto, rodeado de un halo de pobreza y de mala vida. Era como un anticipo del barrio de las Perchas que quedaba dos calles más arriba.
Los soportales formaban un arrabal frente a la solemnidad del Ayuntamiento. Por las tardes, cuando la vida municipal desaparecía de la escena, el corazón de los soportales latía con toda su fuerza y las bandadas de niños silvestres, a veces descalzos y medio desnudos, volaban a sus anchas ante la mirada fatigada de los municipales que estaban de guardia.
Allí se juntaban los niños de los soportales con los que bajaban de la calle Pósito y del Cerro de San Cristóbal, para tomar la Plaza Vieja como si fuera una fortaleza. Los niños que veníamos de otros barrios, con otras formas y otros miedos, mirábamos con recelo a aquella pandilla forjada en la libertad absoluta de la calle. Peleaban mejor que nosotros, lanzaban las piedras con más puntería y no le temían a correr descalzos aunque apretara el frío ni experimentaban ningún temor cuando veían a un guardia sacarse la porra. Muchos de aquellos niños criados en los soportales constituían el mejor ejemplo de lo que nuestras madres llamaban “las malas compañías”.
Los soportales tenían un recodo que iba a desembocar a la calle Juez, frente al local de la perrera municipal. Era un callejón lleno de sombras, un recoveco con tres esquinas donde sonaba a todas horas la música flamenca que salía del bar de Juan López. A los niños que llegábamos de otros lugares nos gustaba internarnos en aquel túnel para mirar a las mujeres que compartían la barra con los hombres como preludio de la historia de amor que estaba a punto de cocerse.
Era una aventura asomarse por aquel pasadizo donde olía a alcohol de garrafa, a tabaco negro, a sudor masculino y al perfume barato que traían de contrabando en el barco de Melilla. El rincón tenía también una tienda de comestibles, la de ‘Eduardico’, que le daba al callejón un ambiente de mercado de pueblo a primeras horas de la mañana.
El calendario natural de la plaza y de sus soportales se escribía con la letra pequeña de los días de diario, cuando por allí no paraban más personalidades que los inquilinos del barrio. Uno de los personajes que llegó a ser toda una institución en el lugar, fue José el ‘Postemas’. Su vida, ya en sus años de retirada, era una silla de enea colocada estratégicamente a la sombra de los soportales. Allí mataba los días discutiendo con los vecinos y recordando los buenos tiempos, cuando siempre llevaba gabardina, como los señores, y así de engalanado se presentaba en el muelle en busca de marineros.
El Postemas era un guía contracultural que por veinte duros llevaba a sus clientes a hacer un recorrido inolvidable por los bares más lóbregos de la ciudad y por las casas de las putas más veteranas, que eran las que más propinas le daban. A cambio recibía un tanto por ciento de la ganancia, primero del dueño del bar que visitaba y luego de las mujeres de la vida. Al Postemas le pilló la vejez en un descuido y tuvo que sobrevivir con lo poco que le daban los amigos. Cuando murió fue Juan Asensio, el dueño del cine Moderno, el que puso el dinero para poder pagar su entierro.
Contemporáneo al Postemas fue Joaquín ‘el pies planos’. Solían coincidir en las frecuentes incursiones a la taberna, y a veces compartían la siesta uno sentado frente al otro. Joaquín tampoco tenía oficio reconocido y tenía que ganarse el sustento como recadero. Propina a propina, el bueno del pies planos acababa reuniendo siempre cinco duros para tomarse tres vasos de vino y olvidar las penas. Una de las distracciones de los golfos del barrio consistía en comprar un par de medias lunas en la confitería de la calle Mariana para estrellárselas en la cara al ‘pies planos’.
La Plaza Vieja y sus soportales tenían sus días grandes, los que estaban señalados con color rojo en el almanaque. Eran siempre por visitas al Ayuntamiento de personajes de la política, y sobre todo, por los festejos que se organizaban durante la feria y el día de la Reconquista. De vez en cuando, aparecía una película por el barrio y toda la manzana se agitaba y se buscaba la vida para sacar tajada del rodaje. Unos trabajaban de extras y otros se llevaban unos cuantos duros alquilando su fachada.
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