El campamento de Viator fue uno de los centros de instrucción de reclutas más importantes de España desde los años cincuenta hasta la época de la Transición. Fue el eje de la novena región militar que abarcaba todas las provincias de Andalucía Oriental y Melilla. Llegó a tener cerca de siete mil soldados agrupados en seis batallones y dieciocho compañías.
El campamento le dio vida a los pueblos cercanos y sobre todo, a la capital. Los fines de semana la camioneta bajaba cargada de soldados, jóvenes hambrientos de diversión y de libertad, dispuestos a gastarse lo poco que tenían. En los primeros tiempos tenía la parada en la Plaza Santa Rita, pero cuando el tráfico fue invadiendo el centro de la ciudad, la camioneta, a la que se le conocía también con el nombre de ‘Parrala’, se quedaba junto al badén de la Rambla.
Los domingos, las calles se llenaban de reclutas, que iban siempre en grupo mirando escaparates y buscando un bar decente donde encontrar un menú barato. Solían frecuentar mucho el bar ‘El Comandante’, en la esquina de la calle Murcia, donde se tomaban la primera caña cuando llegaban de Viator y la última, cuando al anochecer regresaban para coger la camioneta.
Cuando bajaban del campamento se apelotonaban ante las cabinas de teléfonos para llamar a sus novias y decirles a sus familiares que estaban bien y que los echaban de menos. Qué sensación de soledad ver aquellos aprendices de soldados, desamparados, tan fuera de contexto, paseando como sonámbulos por una ciudad que no era la suya, metidos en aquella ropa militar que les arrancaba la personalidad de cuajo.
A nuestra vista, aquellos jóvenes sin nombre a los que el Estado les obligaba a hacer el servicio militar, eran todos iguales: la misma edad, el mismo aspecto con las cabezas rapadas al uno y sus rostros curtidos por el sol, los madrugones y la horas de instrucción. Olían a cuartel, como si en sus ropas y en sus petates llevaran impregnado el olor profundo y rancio de los dormitorios de hombres.
Los quintos llenaban los cines del centro. Algunos entraban a la primera sesión, veían la película, se echaban la siesta y salían de noche, con el tiempo justo de montarse de nuevo en la camioneta y regresar al campamento para el toque de retreta. Otros se pasaban las horas hacinados en la barra de un bar o persiguiendo muchachas por el Paseo. Echarse una novia les hacía más llevadera la mili, pero no lo tenían fácil mientras fueran disfrazados de soldaditos y apestando a cuartel. Por eso, cuando los reclutas cogían experiencia, se buscaban un amigo de Almería para poder cambiarse de paisano en su casa, o convencían al dueño de un bar para que les guardara el traje militar por unas horas. Vestidos de paisano se lanzaban en tromba a los bares de las Cuatro Calles y a las discotecas de moda buscando la compañía de una mujer. En los años sesenta solían ir a los bailes que se organizaban en el Club Náutico y en los setenta eran fieles clientes de la discoteca Lido, en la calle Álvarez de Castro, y de ‘Fortres’, en la calle Real.
Otros, preferían ir directos al grano y se perdían por el laberinto de callejuelas que rodeaban la plaza del ayuntamiento, buscando el barrio de Las Perchas. Los niños, cuando los veíamos aparecer en manada, les indicábamos con la mano el camino exacto antes de que ellos nos preguntaran nada. Los reclutas eran el pan de las putas en las solitarias tardes de domingo. Cuando había poca clientela, las prostitutas eran generosas con ellos y les hacían precios especiales por grupos, como en el fútbol, donde había una entrada más barata para militares sin graduación.
En marzo de 1969 los soldados del campamento de Almería se convirtieron en extras de cine y participaron de forma masiva en el rodaje de la película Patton. Las dieciocho compañías se trasladaron al desierto de Tabernas y a los parajes de Cabo de Gata para tomar parte en escenas de batallas en las que hacían falta miles de soldados. El campamento, en aquellas fechas, se quedó prácticamente vacío, sólo con los soldados de guardia y de retén y el personal mínimo de servicio. Posiblemente, muchos de aquellos reclutas escribieron la página más brillante de su vida jugando a ser actores anónimos.
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