Retamar era la ilusión de los fines de semana para muchas familias de clase media que al empezar la década de los setenta pudieron hacer realidad uno de los sueños de la época: disfrutar de un apartamento, tener esa segunda vivienda de recreo donde poder escaparse. Retamar significaba el éxodo festivo de los viernes por la tarde y de las mañanas de los sábados, cuando los niños salían del colegio y los padres cerraban su semana laboral. Era el momento de fugarse de la monotonía y las cadenas de los días de diario, de preparar las maletas como si se fuera de viaje, de llenar el coche de compras y emprender el rumbo a esa pequeña ciudad en medio de la estepa que sin ser campo y sin tener una playa en condiciones fue, para la mayoría de aquellas primeras familias que la habitaron, lo más parecido a la tierra prometida. Tener un apartamento en Retamar fue también, para la mayoría de sus habitantes, la confirmación de que la economía familiar iba mejorando, la consolidación de los hijos de la nueva clase media que había puesto sus cimientos en los años sesenta y que diez años después subía un peldaño más en la escala social. Muchos de los que no pudieron o no quisieron comprarse el apartamento en Aguadulce apostaron por la aventura de Retamar, un escenario que no tenía el glamour de una playa turística en continua transformación como sí tenía Aguadulce, un lugar desconocido en medio de un páramo donde el mar sólo era un telón de fondo, un trozo poco vivido de litoral en el camino que iba hasta la ermita de Torregarcía.
Retamar había sido hasta entonces un territorio desconocido para la mayoría de los habitantes de la capital. Pasábamos por la carretera cuando íbamos al Cabo de Gata a darnos un baño en verano, cruzábamos sus caminos en la romería de la Virgen del Mar y a veces, en invierno, parábamos en sus campos para buscar caracoles o coger tomillo en aquellas primeras excursiones de los domingos, cuando los primeros coches familiares cargados de niños, de comida y paelleras.
Retamar había sido también el lugar escogido por aquel organismo de la dictadura llamado ‘servicio de explotación y mejora de las zonas áridas del sudeste español’ para repoblar sus campos con la plantación de miles de chumberas que empezaron a florecer a finales del año 1955. Retamar fue el rincón en el que se fijaron nuestras autoridades cuando a finales de los años sesenta se consideró como una necesidad económica la construcción en Almería de unos estudios cinematográficos que convirtieran nuestra provincia en un gran plató de cine. Era la época de los rodajes continuos, habían llegando grandes superproducciones, teníamos lo más importante, los escenarios naturales, pero carecíamos de infraestructuras para que las productoras pudieran rematar su trabajo una vez que se apagaban los focos. En esos años finales de los sesenta Retamar quedaba más cerca de Almería gracias a la puesta en marcha del aeropuerto que trajo de la mano el arreglo de la carretera principal. Almería, que en aquel tiempo ya estaba considerada como la provincia con mayores posibilidades turísticas de España, después de Canarias, ya tenía su aeropuerto para recibir visitantes, un Gran Hotel en el centro de la ciudad, un pueblo veraniego en Aguadulce y el proyecto de urbanizar el litoral de levante, en los barrios de Costacabana y Retamar.
En marzo de 1971, con el fin de refrendar el apoyo oficial a todos estos proyectos, visitó Almería el entonces ministro de Información y Turismo, Alfredo Sánchez Bella. Se dio una vuelta por Costacabana, donde ya se habían levantado más de doscientos chalés y después estuvo viendo los terrenos en Retamar donde la ‘Urbanizadora del Mediterráneo’ había adquirido seis millones de metros cuadrados para levantar un gran complejo urbanístico. En aquel invierno del 71 ya se habían iniciado los trabajos de la primera fase y se podían ver los esqueletos de los primeros doscientos cincuenta apartamentos que estaban en marcha. “El futuro económico de Almería tiene que estar montado sobre el turismo”, dijo el ministro en una tarde fría y ventosa en los páramos de Retamar.
A comienzos de los años setenta Retamar ofrecía sobre todo tranquilidad, la posibilidad de escaparse de la ciudad, de los ruidos y los quehaceres cotidianos para instalarse en un entorno de ocio donde el alboroto de los coches era sustituido por el sonido de la música que en los veranos siempre estaba presente entre los vecinos. Era complicado encontrar un fin de semana sin que no hubiera una fiesta, un pequeño guateque o una actuación en directo con el último grupo de moda que estaba pegando fuerte en Almería. Se celebraban tantos festejos que a la plaza principal de los Girasoles, que fue el primer conjunto residencial construido en Retamar, le llamaron la Plaza de la Calma porque era difícil encontrar allí cinco minutos de silencio.
Por allí pasaron orquestas, majorettes, carrozas, bandas de música, Reyes Magos, y aquellos grupos de moda que actuaban hasta la madrugada en las vísperas de Santiago y de la Virgen del mes de agosto. La fiesta del jamón, la paella gigante para quinientas personas, los bailes de carnaval, siempre había un motivo para poner en marcha una juerga y cuando el presupuesto no llegaba para contratar la música en directo se recurría a los servicios de la empresa Faelmo de José Luis Moreno con sus potentes equipos de megafonía.
Los primeros que llegaron, los pioneros, los que se la jugaron convencidos de que aquella era una buena apuesta, eran familias de clase media y clase alta, que atraídos por el sueño de la segunda vivienda se embarcaron en el proyecto. Tener un apartamento cerca del mar para los fines de semana y las vacaciones fue una aspiración generalizada en aquella época, cuando las familias de clase media iban cogiendo fuerza, cuando empezó a extenderse la cultura del tiempo libre con el coche como principal elemento dinamizador.
Entre esos primeros pobladores que llegaron a Retamar estaban apellidos ilustres y muy conocidos en la sociedad almeriense de la época como los Román-Cea, los Rubira-Moreno, los Moncada-Navarro, los Fernández-Sánchez, los Román-Segura, los García-Díaz, los Muñoz-Montero, los Bonillo-García, los Almagro-Díaz, los Manrique-Sánchez, los Haro-Muñoz, los Segura-Sagredo, los Navajas-Fernández, los Román-Capella, los Andrés-Pérez, los Gómez-Fernández, los Figueredo-Flores, los Bover-Rodríguez y los Cantón-Guerrero, entre otros.
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