Desde 1900 a 1940 partieron del puerto de Almería más de ciento cincuenta mil personas con destino a Argelia y a Argentina, puntos principales de la emigración provincial. En el periodo entre 1910 y 1920 la aventura americana se fue imponiendo a la argelina: en 1912 salieron más de veinte mil emigrantes rumbo al puerto de Buenos Aires, por los tres mil novecientos que optaron por el norte de África.
La Argentina, como se decía entonces para darle un matiz más cercano y amable a la lejana nación al otro lado del Atlántico, se convirtió en el sueño de miles de almerienses que buscaban una vida mejor. Unos se iban con la ilusión de hacer fortuna, y otros por la necesidad de encontrar allí el trabajo que no le ofrecía su tierra.
Los grandes transatlánticos arribaban todos los meses al puerto a recoger los pasajeros que se marchaban a hacer las américas. La llegada de uno de aquellos vapores era todo un acontecimiento y los niños de la época, cada vez que divisaban en el horizonte uno de aquellos buques con banderas sugerentes, corrían al muelle a disfrutar del espectáculo. Los que pertenecían a la compañía ‘Vapores Correos Españoles’ salían de Almería y hacían escala en los puertos de Málaga, Cádiz, Las Palmas, Santos, Montevideo y Buenos Aires.
El 25 de enero de 1912 el magnífico vapor a doble hélice Savoia, partió de Almería a Buenos Aires con más de trescientos emigrantes de la provincia. Era uno de los barcos de moda que anunciaba como gran novedad sus comedores para la clase de tercera y presumía de su adelantado alumbrado eléctrico y del telégrafo Marconi. El Plata, el Cádiz, el Paraná, el Formosa, el Pampa, el Francesca y el Valdivia, que hizo su primer viaje a Argentina saliendo de Almería, eran algunos de los vapores en los que se fueron tantos sueños de los jóvenes almerienses. Muchos regresaron años después, con mayor o menor fortuna, y otros se quedaron, echaron raíces y no volvieron a pisar la tierra en que nacieron.
La presencia en nuestro puerto de uno de aquellos trasatlánticos alteraba durante unos días la vida de la ciudad, que se trasladaba al entorno del muelle como cuando al final del verano llegaba el tiempo de la faena de la uva. Un poblado se establecía entonces en los andenes, y a la sombra de los tinglados la vida corría como en una feria. Venían las familias al completo, muchas procedentes de los pueblos, acompañando a los que se iban a embarcar. Una caravana de tartanas recorría los caminos que llegaban a la capital y en torno a aquel éxodo se organizaba un bullicio general de mercaderes y buhoneros dispuestos a hacer negocio. Aparecían con sus carrillos llenos de frutas, de verdura recién cogida de la vega, de agua fresca y de caramelos y garbanzos para los niños.
No faltaban los charlatanes que ofrecían imágenes de santos que protegían a los emigrantes de los peligros de la travesía, ni las echadoras de cartas que por unos reales les decían como iba ser su futuro al otro lado del océano. Las familias se instalaban sobre el andén y allí aguardaban la salida, prolongando al límite la despedida. A veces eran hombres solos los que emprendían la aventura, dejando sobre el muelle la escena, mil veces repetida, de mujeres, niños y ancianos llorando su marcha. Cuando salía un barco para Argentina, media ciudad acudía al puerto a despedirlo.
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