La víspera del 18 de Julio era uno de los días más fuertes del año en la tienda de mi padre. Todo el barrio pasaba por allí para llenar las cestas de comida y preparar la fiesta del día siguiente; se hacía de noche y la tienda seguía abierta mientras hubiera un cliente rezagado. Entonces en la mayoría de las casas no se habían instalado todavía los frigoríficos y la compra se hacía a diario: se compraba por las mañanas para el almuerzo y por las tardes para la cena. En la víspera del 18 de Julio la gente solía permitirse el pequeño lujo de gastar un poco más, aprovechando la paga de regalo que el Estado concedía para celebrar el día de la fiesta nacional. Se vendían todas las botellas de gaseosa La Casera, las cajas de sandías y no quedaba en la tienda ni un solo cartón de huevos para las tortillas de patatas.
El 18 de Julio era fiesta con mayúsculas y todos los negocios cerraban, y no había un solo comercio, ni en los barrios más alejados, que se atreviera a abrir sus puertas aquel día. A media mañana, la ciudad se quedaba desierta, y media Almería se disputaba a codazos un trozo de playa para poder montar su tinglado. Las familias que tenían coche lo festejaban a lo grande y se iban a San José o al Cabo de Gata si querían playa, o buscaban el fresco del río por la zona de Laújar. El resto, la mayoría, se conformaba con la arena del Club Náutico y de El Zapillo, donde el lleno estaba asegurado.
No era un día más de playa, era el gran día, el día de las familias, cuando las casas se quedaban vacías y hasta a las abuelas con la butacas se les buscaba un hueco en la arena. Las gentes llegaban en aluvión, cargadas como si fueran a un largo viaje: los niños se encargaban de buscar los palos y las cañas para montar los ‘chambaos’ que se levantaban con sábanas y toldos antes de que las sombrillas se pusieran de moda, mientras que los mayores organizaban toda la logística alimenticia. Nada más llegar a la playa la primera escaramuza era montar la sombra y colocar la sandía enterrada en la orilla para que cogiera el fresco del mar. Las neveras eran todavía un lujo y la fruta como las bebidas se enfriaban con el agua del mar. Aún no habían llegado las botellas de plástico al mercado y el agua se llevaba en aquellas antiguas garrafas de cristal cubiertas de mimbre que popularmente se conocían con el nombre de ‘damajuanas’, y que también había que ponerlas a refrescar en la orilla.
En aquella larga jornada de playa uno tenía siempre la sensación de que los únicos que disfrutábamos éramos los niños, porque nuestras madres trabajaban más que si estuvieran en la casa, atentas siempre a que a nadie les faltara comida y a que los niños no se alejaran de la orilla ni se metieran en el agua haciendo la digestión. Su día de playa era estar pendiente de todos y de vez en cuando, colarse en el agua medio vestidas y mojarse hasta las rodillas. El 18 de Julio terminaba cuando se escondía el sol y las familias, agotadas, regresaban andando a la ciudad con los estómagos llenos y los cuerpos tostados por el sol, que en aquellos tiempos todavía no sabíamos lo que era una crema protectora.
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