Los que tuvimos un hermano estudiando en Granada allá por la década de los sesenta y los setenta sabemos bien lo que era la carretera del Ricaveral. Era el camino más corto, el más directo, pero en muchos tramos representaba una tortura debido a los 15 kilómetros de carretera infernal, con innumerables vueltas y revueltas que convertían el coche en un barco en manos de las olas en un día de temporal. Una curva a la derecha, y después otra a la izquierda, y el coche que se doblaba y los que íbamos dentro rezábamos para que el mal trago pasara cuanto antes. Para muchos de nosotros, el Ricaveral vino a ser el fantasma de nuestra infancia, un temor que nos metía el miedo en el cuerpo nada más escuchar su nombre, o cuando estando a punto de entrar en sus curvas nuestros padres nos advertían: “que vamos a llegar al Ricaveral’.
Llegábamos a la temida carretera con la excitación del viaje metida en el estómago, y salíamos de ella con el desayuno en la boca. Las farmacias de entonces hicieron un buen negocio con las pastillas del mareo, que eran imprescindibles para cruzar aquel pasaje infernal.
En 1967 trataron de humanizar aquel tramo que parecía sacado de una pesadilla y plantaron pinos por las laderas y los llanos, pero la repoblación forestal, que fue un éxito, no suavizó ni una sola de las curvas y el Ricaveral siguió siendo tan angustioso aunque con mejores vistas.
Para ir a Granada no teníamos otra alternativa que pasar por allí, porque el camino por Motril era más largo y tenía tantas curvas o más que el sufrido Ricaveral. Si el trayecto se hacía insoportable, que era casi siempre, lo habitual era hacer una parada para estirar las piernas. Allí, perdidos en medio de los cerros, con la silueta tenebrosa de aquella pista amenazando nuestro viaje, aprovechábamos el descanso para bajarnos los pantalones y aliviar la carga de la vejiga y para echarnos algo al estómago que se nos había quedado aletargado de tanto baile. Como el viaje se nos hacía tan largo, entre tres y cuatro horas, nuestras madres echaban siempre una cesta con comida; después, cuando veníamos de vuelta, la merienda la festejábamos con el pan de Guadix que era obligatorio.
A primera hora de la mañana, en aquellos domingos de los últimos años sesenta, el Ricaveral nos parecía una carretera fantasma por la que apenas te cruzabas con dos o tres coches en todo el viaje. Cuántas veces llegamos a pensar, cuando el coche se empezaba a doblar en una curva, que allí ya no había sitio para otro vehículo y que si tuviéramos la mala suerte de cruzarnos con uno en medio de la curva el golpe estaba asegurado.
Más arriesgado que ir en coche era coger el autobús que iba a Granada, el único medio de transporte público en el verano de 1974. Ese mes de agosto, la compañía Renfe adoptó la decisión de suspender el servicio ferroviario con la capital vecina y puso autocares para sustituir a los trenes. Estuvimos dos meses sin tren, dos meses en los que todos tuvimos que sufrir el Ricaveral.
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