Los economatos fueron la pesadilla de los tenderos de barrio, una competencia desleal que les quitó el sueño a más de uno viendo que no podían batallar contra aquellos gigantes que vendían más barato. Los empleados de Renfe tenían su economato, los de la Caja de Ahorros, los que trabajaban en Sevillana y hasta los empleados de Michelín. También tenían su almacén particular los policías armadas, los guardias civiles y los militares, que gozaban del privilegio de poder llenar la despensa a precio de coste. Muchos tenderos se quejaban de que algunas familias de las que tenían derecho a economato les quitaban clientela comprando de más para venderlo después entre las vecinas. En mi casa se solían comentar con preocupación las noticias que nos daban las clientas cuando veían que un vecino había llegado del economato con el coche cargado hasta el maletero. Esta competencia generó un miedo a las grandes superficies comerciales y era habitual, en los tenderos de los años setenta, mirar al futuro con escepticismo intuyendo que la instalación masiva de supermercados en la ciudad acabaría con sus viejas formas de ganarse la vida.
Uno de los economatos más importantes por el volumen de ventas era el del campamento de Viator. Las mujeres de los militares que vivían en mi barrio solo iban de vez en cuando por la tienda de mi padre, cuando se quedaban sin azúcar o a por el pan, ya que siempre tenían sus despensas llenas. Uno de los mejores destinos para los soldados del campamento era, sin lugar a dudas, el economato, o lo que ellos llamaban víveres. En aquel gran almacén con alma de tienda, las normas se relajaban y los soldados recobraban su condición de civiles, como si hubieran conseguido un empleo lejos de la vida militar. Allí, detrás del mostrador, podían deambular sin gorra y estaban liberados de los saludos continuos cada vez que entraba un superior. Además, el destino del economato les permitía la pequeña libertad de conocer a las familias de los mandos y a veces hasta de salir del campamento a deshoras para llevarle el reparto a la señora de un capitán.
A la competencia de los economatos privados se unió la llegada de los primeros supermercados, que tanto daño hicieron en los pequeños comerciantes. Primero llegó Simago anunciando precios sin competencia y ofreciendo de todo en el mismo recinto: carne, pescado, verdura, frutas, ropa, artículos de papelería y en diciembre hasta juguetes. Para colmo de males, a mediados de los años setenta apareció en Almería el primer economato público, aunque en teoría era solo para socios. Se llamaba Ecoprix y traía una nueva forma de entender el comercio.
Ecoprix surgió en el verano de 1975 con el eslogan “ven al economato de las definitivas soluciones”. Se trataba de una sociedad anónima que en los meses previos a la apertura desarrolló una intensa campaña de publicidad para buscar socios por el módico precio de doscientas pesetas al mes, con el atractivo de poder comprar a precio de costo.
El lugar elegido para su instalación fue la Cuesta de los Callejones, un rincón apartado de la ciudad donde la gente podía ir con sus coches y encontrar aparcamiento.
En aquella época, se trataba de un paraje en expansión. En 1974, el ayuntamiento lo había dotado de alumbrado público y empresas como el almacén de Magefesa y el de la cerveza El Águila, habían levantado allí las primeras naves industriales. Además, se contemplaba como una zona de crecimiento de la ciudad que en poco tiempo contaría con el hospital de Torrecárdenas y con un campo de fútbol, el Franco Navarro, que ya se había empezado a construir. Ecoprix se inauguró el 28 de julio de 1975 y fue acogido como una señal de modernidad que anunciaba la llegada de nuevos tiempos, con otra forma de concebir el comercio. El día de la inauguración fue un acontecimiento en la ciudad. Aunque en principio el almacén era de uso exclusivo para los socios, se abrieron las puertas para que todo el público pudiera ver las instalaciones. Fue tanta la expectación, que la empresa organizó un servicio de autobuses gratuitos que salían cada hora desde la puerta del colegio de La Salle.
Ecoprix fue, sobre todo, el supermercado de las tardes de los sábados. Era el día clave de la semana, cuando la gente hacía del acto cotidiano de la compra un ritual con carácter familiar. Al Ecoprix iba toda la familia como si fuera a presenciar un gran espectáculo. Uno pasaba la tarde del sábado recorriendo pasillos y hurgando en las estanterías en busca de las últimas novedades y de las gangas de cada temporada, con la misma sensación del que va a distraerse a un cine.
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