A la discoteca se iba a bailar, pero a la hora de la verdad en la pista casi siempre eran mayoría las mujeres. Era más difícil encontrar bailarinas que bailarines, todo lo contrario de lo que sucedía en la barra y en los sofás de escai, donde dominaba la testosterona. Los que no bailaban formaban una tribu que hacía noche en la barra, colocados de forma estratégica con los taburetes apuntando a la pista. Allí se hacían fuertes, agarrados siempre a una copa que les ayudaba a superar el primer trago de timidez cuando alguna muchacha los miraba a los ojos.
Inquilinos de barra, carne de taburete, reyes del cubalibre apócrifo y del paquete de Fortuna, profetas de la paciencia en aquellas largas noches de los sábados cuando vestidos de fiesta y oliendo a Brummel y a Patri soñaban entre sorbo y sorbo con unos labios de mujer. Los que no bailaban bebían, fumaban y hablaban, aguardando el milagro de que alguna, más atrevida que ellos, se acercara a su territorio. Los que no bailaban se dedicaban a mirar y lo tenían más complicado a la hora del ligue. Estaban condenados a la estrategia y al azar, todo lo contrario que los osados bailarines, los reyes de la pista, que solo con moverse al ritmo de la música ya tenían el éxito asegurado.
Los que no bailábamos teníamos que soportar, de vez en cuando, la aparición en escena del bailarín cansado que buscando el alivio de la copa se acercaba a la barra para recordarnos lo sosos que éramos y preguntarnos qué era los que hacíamos allí sentados y aquella frase tan repetida de “si estás esperando a que se te acerque alguna lo llevas claro”.
Dentro del gremio de los que no bailaban había dos grupos: aquellos que jamás salían a la pista, ni a empujones, y los que rompían la abstinencia cuando empezaban a sonar las lentas. Había que armarse de mucho valor para pedirle a una niña que bailara cuando el bailarín oportunista había estado toda la noche sentado. Pero merecía la pena intentarlo, y a veces, los que solo salíamos a bailar las lentas obteníamos la recompensa de un baile de verdad: cara a cara, sintiendo en tu pecho el corazón vecino.
Muchos de aquellos que no bailábamos nos sentíamos extraños en una discoteca, perdidos en un escenario que no era el nuestro. Preferíamos la intimidad de los pubes, donde no hacía falta bailar para coger de la mano a una amiga, donde los gestos y las palabras podían ser suficientes.
Los pubes traían una propuesta distinta. A diferencia de las discotecas, no se basaban en la cultura de la pista, el baile y las copas; los pubes surgieron con vocación de refugio y de lugar de encuentro. Las discotecas vivían de la noche, los pubes vinieron a llenar ese espacio de tiempo entre la tarde y la noche donde los jóvenes no tenían otro sitio al que acudir que al cine o al bar de su barrio.
En la discoteca la música dominaba el ambiente y llenaba el local de ruido y luces. En los pubes la música y la luz invitaban a reunirse en torno a un café o una copa, creando una atmósfera cómplice para la conversación y los momentos de pareja.
Uno de los primeros pubes que aparecieron por el centro de Almería fue el ‘Athos’, que en septiembre de 1977 ocupó un amplio local en la calle Alvarez de Castro. Se anunciaba como ‘pub-inglés’ y se hizo muy célebre en los primeros años por las actuaciones en directo que ofrecía todas las tardes y por ser uno de los primeros locales de la ciudad en colocar en la sala una amplia pantalla en la que se pudieron ver los primeros vídeos musicales que llegaron a Almería.
Unos años antes habían aparecido algunos lugares que aunque en esencia funcionaban como discotecas, ya ofrecían pinceladas de lo que después traerían los pubes. En 1969 se abrió en el Paseo el ‘Snack Bar Zodiaco’, que con los años acabó convirtiéndose en una discoteca convencional, pero que en sus comienzos fue un antro donde se celebraban actuaciones en directo.
En 1972 apareció ‘The Fortress’, una de las discotecas fundamentales de la ciudad. En sus primeros años ofrecía programaciones muy interesantes a los aficionados a la música. Los pubes tuvieron algo de revolucionarios porque cambiaron algunos hábitos de la juventud. En Almería se pasó de la diversión en la fiestas de las casas particulares y de los eternos paseos por el Parque a las citas en los pubes. La gente joven quedaba en el pub de moda y allí se pasaban las tardes, a veces con el dinero justo para invertirlo en una cerveza o en un café.
El pub te ofrecía un lugar tranquilo y discreto para poder ir con los amigos o con una pareja a escuchar buena música con los bolsillos medio vacíos. No sólo podías disfrutar de las canciones de moda, sino que había lugares que se adaptaban a los gustos más exigentes.
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