El kiosco de Juan Maldonado

Juan Maldonado cogía la barca y se iba a navegar en sus ratos libres.
Juan Maldonado cogía la barca y se iba a navegar en sus ratos libres.
Eduardo de Vicente
18:34 • 03 jul. 2014

No conocía otro oficio ni otra forma de entender la vida que el mar. Su infancia fue la playa de Balerma, donde jugaba por la arena mientras esperaba a que la barca de su padre apareciera por el horizonte con las redes repletas. Qué aburrida resultaba la escuela entonces, que vacías todas aquellas lecciones teóricas comparadas con la realidad de la playa, con aquel mundo de pequeñas embarcaciones que al atardecer se echaban a la aventura diaria del mar, siempre expuestas al azar de una tormenta o a una mala jugada del destino. Los niños de los años treinta, en la playa de Balerma, jugaban a los piratas y sobre todo, a ser pescadores como antes lo fueron sus abuelos y después de sus padres. Llevaban el mar metido en el alma, calado hasta los huesos, como un rumbo inapelable.



Su casa era un hogar con nueve hermanos, una nave difícil de controlar, tan vulnerable que cuando llegaron los días de crisis tuvieron que hacer las maletas y emigrar a la ciudad en busca de nuevas metas. Se vinieron a vivir al barrio de La Chanca, donde les cogió la guerra civil, donde se trunco la infancia de Juan Maldonado López, que antes de cumplir los quince años tuvo que embarcarse para espantar el hambre. Faenó en las Chafarinas, en aguas de Melilla, por las costas de Alborán, y conoció los rigores del mar, sus soledades, y esos momentos de belleza, al oscurecer, cuando los marineros dejaban volar sus pensamientos por donde se escondía el sol. Pero su vida de marinero fue corta. Tenía treinta años cuando el corazón empezó a fallarle, tanto que tuvo que dejar el oficio, aunque no nunca abandonó su vocación de pescador. En los días de retiro obligado, Juan Maldonado preparaba su barca, se rodeaba de amigos, y se iban a navegar por los recovecos del Cabo de Gata. Allí se pasaban los fines de semana, con las alforjas llenas de comida y una garrafa de vino para aliviar la sed. Conocía todos los escondites de la costa, podía navegar con los ojos cerrados sin temor a encallar, entrar y salir de las grutas como si fuera el salón de su casa. Pero ya no salía a trabajar, el mar dejó de ser un oficio para convertirse en una pasión necesaria, la que le permitía coger fuerzas y volver a la vida real, a encerrarse bajo las paredes de madera de un humilde kiosco de barrio.



Cuando el médico le dijo que cambiara de profesión, Juan se ganó la vida montando un kiosco sobre una de las paredes de uno de los edificios de los llamados Pisos Nuevos, en su barrio de La Chanca. Vendía golosinas, frutos secos, sobres de gaseosa El Tigre para las malas digestiones, mariposas y velas para encendérselas a los santos y para utilizarlas cuando se iba la luz, que en aquellos tiempos era frecuente cuando se metían los temporales de poniente y las tormentas. En el quiosco de Juan, los niños podían encontrar las últimas canicas que habían salido al mercado, trompos, cromos de futbolistas, y las mujeres, cuando se quedaban sin agujas o sin hilo para coser, sabían dónde encontrarlas aunque fueran las diez de la noche. Porque el pequeño negocio de la calle de Linares no tenía horario fijo, y mientras hubiera un cliente arrimado al mostrador, el puesto seguía abierto. En el umbral del puesto, expuestos sobre cuerdas y cogidos con pinzas de la ropa, aparecían los tebeos con las aventuras de Roberto Alcázar y Pedrín, el Capitán Trueno, el Guerrero del antifaz, Hazañas Bélicas, y los célebres relatos de Marcial Lafuente Estefanía, que popularizó las aventuras de los héroes del lejano Oeste antes de que llegaran las películas de pistoleros a la terraza del cine Jurelico. Los tebeos, las novelas, los amores de Corín Tellado, se destinaban a un mercado de gente humilde, que como no tenían suficiente dinero para poder comprarlos se conformaban con poder alquilarlos por un par de días a cambio de una módica tarifa. Fueron muchos los niños de La Chanca que se aficionaron a la lectura en el quiosco de Juan Maldonado, con aquellas publicaciones que de tanto uso, de pasar de mano en mano, acababan desgastadas.



Los días de fiesta vendía muchas botellas de gaseosa, primero de la marca La Revoltosa, y después de La Casera. Escrupulosamente, Juan iba anotando a lápiz, en una planilla de cartón, los clientes que se llevaban una de aquellas botellas porque tenían la obligación de devolver el casco de cristal.



Los viernes era un día de intensa actividad en el quiosco. Era el día de las quinielas, cuando medio barrio se acercaba al chiringuito a soñar con el boleto de los catorce resultados. En aquel tiempo el viernes era el último día para poder echar la quiniela, y antes de las ocho de la tarde, el bueno de Juan tenía que llevarlas a la sede del patronato, que entonces estaba en la Rambla Obispo Orberá y posteriormente en la Plaza de San Sebastián.



El quiosco de Juan Maldonado fue también un lugar de encuentro donde se organizaban grandes tertulias de fútbol y largas partidas de damas y dominó. Sobre un trozo de mostrador o detrás, a la sombra del puesto, se jugaba durante horas, a veces hasta que se hacía de noche. Como Juan no era un buen perdedor, cuando la suerte le daba la espalda se levantaba enojado entonando algunas de sus frases célebres. En los momentos de desastre, solía decirle a su rival: “Tienes mucha potra”. “eres un jugador de chapas” o una expresión muy suya mientras miraba al cielo: “señor, baja y llévatelo”.



Además de los clientes habituales, por el quiosco se acercaba con frecuencia el párroco de San Roque, don Marino Álvarez, que siempre se sorprendía al ver la habilidad que el bueno de Juan tenía en el difícil arte de cazar moscas a fuerza de golpes con un Yugo bien doblado o con el diario As.




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