Tenía la consulta al comienzo de la calle de Regocijos. Era un portal oscuro y antiguo, con unas escaleras de mármol que accedían al piso principal donde estaba la vivienda y el gabinete del médico. Entrando a la casa, a la derecha, estaba la salita de espera, una habitación pequeña donde los pacientes aguardaban su momento. Don Manuel te recibía en la puerta que él mismo se encargaba de abrir. A los niños de entonces nos impresionaba verlo, siempre tan recto, tan serio, con su bigote inmaculado, su frente despejada y ese aire severo que tenían los médicos de antes. En aquella habitación tenía un armario con medicamentos, una camilla, una gran mesa de madera sobre la que apuntaba los tratamientos y una pantalla para ver los pulmones de los niños a los que el resfriado les duraba más de la cuenta. En la pared principal destacaba un crucifijo de madera y una orla con las caras de los médicos de su promoción.
No sé por qué motivo uno tenía la impresión de que entraba enfermo a la consulta y salía curado; bastaba la presencia de don Manuel, sus palabras invitándonos a que abriéramos la boca para mirarnos la garganta, bastaba con notar su mano palpándonos el vientre, para sentir una mejoría absoluta.
A los niños enclenques, aquellos que no cogíamos un gramo ni por casualidad, don Manuel nos recetaba vitaminas, que en aquellos tiempos, a finales de los años sesenta, tenían un nombre y un apellido fatídicos: Becepal Crudo. Cuando veíamos el nombre de aquel medicamento sobre la receta nos echábamos a temblar, porque ya sabíamos lo que nos esperaba. Cuando el contenido de la inyección empezaba a penetrar por la piel, el glúteo y la pierna se te adormecían durante media hora y era tanto el dolor que la boca se te llenaba de una amargura inconsolable.
A veces, cuando salíamos de la consulta de la calle de Regocijos con la alegría de saber que nuestro mal no iba más allá de un simple enfriamiento o una colitis infantil, nuestras madres festejaban la buena noticia con la recompensa de un humilde juguete en la tienda de Alfonso.
Don Manuel de Oña Iribarne fue el médico de los niños desde que en 1942 abrió su consulta de la calle de Regocijos, pero también fue un personaje omnipresente en la vida social de la ciudad y un todo terreno de su profesión. Su curriculum impresionaba: Había nacido en Lubrín en 1915. Estudió en el Instituto de Segunda Enseñanza de Almería y cursó la carrera de Medicina en la Universidad de Granada. Estuvo preso durante la guerra civil hasta que en el año 1937 consiguió escaparse a la zona nacional, incorporándose al ejército como oficial médico.Terminada la guerra fue destinado al regimiento de infantería de Almería, al que estuvo ligado hasta el año 1955, cuando se licenció voluntariamente siendo capitán médico.
Fue inspector médico provincial del Seguro de Enfermedad de Pescadores, médico por oposición del Cuerpo de Asistencia Pública, Médico de zona de la Obra Sindicial 18 de Julio por concurso de méritos desde 1941, médico de zona en propiedad del seguro obligatorio de enfermedad desde sus inicios en 1944, inspector médico de primera clase y número uno del escalafón del cuerpo de inspectores médicos del Instituto Social de la Marina, director de la Casa del Mar, jefe de los servicios médicos del Plan Social de la Chanca, procurador en Cortes, senador por Almería, y sobre todo, por encima de todo, el médico de muchos niños que le estaremos eternamente agradecidos.
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