“Niño, échale los desperdicios al marrano”, decían las madres después del almuerzo. Entonces no se tiraba nada, ni la ropa que se iba quedando vieja ni mucho menos la comida. Nos enseñaban a rebañar el plato y si al final quedaba algo en la olla, iba a parar al marrano, que no era delicado y se lo tragaba todo.
La figura del marrano casero llegó a ser habitual en los barrios más humildes de Almería. El marrano era uno más de la familia y engordaba mientras los niños crecían, conviviendo en la casa como si fuera un animal de compañía. El contacto diario llegaba a establecer vínculos afectivos y el día de la matanza a más de uno se le saltaban las lágrimas. Pero había que dejar los sentimientos a un lado y asegurarse el sustento en invierno. El sacrificio del cerdo llenaba las despensas en diciembre, garantizando una Navidad inolvidable de migas con tajas de tocino, pan con sobrasada y mucho colesterol.
En la Almería más humilde, la de los barrios, la humedad y las familias numerosas, la gente tenía que hacer encaje de bolillos para poder comer todos los días. En aquellas pequeñas economías de subsistencia todo parecía aceptable para echarse algo a la boca, hasta criar conejos en los terrados o engordar cerdos en el patio. Los marranos estaban integrados en las casas y los niños les echaban los desperdicios y cabalgaban sobre ellos como auténticos jinetes. Por diciembre, cuando era costumbre hacer las matanzas, las casas olían a morcilla recién hecha, a sobrada, a manteca, y en las habitaciones interiores se colgaban las mantas de tocino y los embutidos para todo el año. Tener un marrano en el patio era en aquel tiempo una garantía para el sustento de las familias, pero también fue una aventura porque infringía las normas sanitarias que desde 1952 habían estrechado las autoridades a raíz de un brote de poliomielitis que causó varios casos de parálisis infantil.
El Jefe Provincial de Sanidad remitió un escrito al Ayuntamiento solicitando que dictara un bando ordenando que los cerdos destinados a crianza y engorde que existían en las viviendas enclavas en el casco urbano fueran retirados al extrarradio. A pesar de la advertencia de las autoridades la gente siguió criando sus cerdos sin llamar demasiado la atención.
Pero había familias que no tenían ni para comprar un cerdo y criarlo después, pobres de solemnidad que necesitaba la ayuda de las autoridades para no morirse de hambre. De vez en cuando se organizaban grandes actos de generosidad que ensalzaban la bondad de un alcalde o del gobernador de turno.
El uno de enero de 1950 cayó en domingo. Para celebrar su santo, el Gobernador civil, Manuel Urbina Carrera, organizó una cuestación y una suscripción en favor de los pobres y de las familias de las víctimas de los últimos temporales. Las tormentas y el viento siempre dejaban víctimas en una Almería que todavía estaba sembrada de cuevas y de casas ruinosas. Esa tarde la Banda Municipal de Música dio un concierto en el kiosco del Paseo y en los escaparates de la tienda ‘El Siglo’ se inauguró una exposición de juguetes. Aquella tarde los cines se llenaron de niños y jóvenes y en el Salón Hesperia se formaron colas para el estreno de ‘La Senda Tenebrosa’, con Humphrey Bogart y Lauren Bacall.
El pulso de la ciudad seguía latiendo al ritmo que marcaba el racionamiento. Se organizaban distribuciones de víveres: una ración de medio litro de aceite costaba cuatro pesetas y treinta céntimos; doscientos gramos de azúcar, una peseta y setenta céntimos; cien gramos de arroz, dos reales y un kilo de patatas costaba una peseta y media. Había cartillas de racionamiento para adultos, para lactantes, para madres que estaban criando a sus hijos y en la casa de las Hermanitas de los Pobres se hacían repartos de ropas que la gente iba donando para los más necesitados.
Para Navidad se organizaban grandes campañas en toda la ciudad, que rodeadas de un efecto propagandístico bien calculado, llevaba comida por los barrios más deprimidos. En tiempos de don Ramón Castilla de gobernador y del Obispo don Alfonso Ródenas, ellos mismos se encargaban de llevar las ayudas por los distritos de la capital y al día siguiente aparecían en las mejores fotografías del periódico.
La generosidad tenía muy buena prensa y para fomentarla se hacían llamamientos a tenderos y empresarios para que hicieran sus aportaciones. A cambio, sus nombres aparecían también en una lista que se publicaba en el Yugo como ejemplo de lo que entonces llamaban caridad cristiana.
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