El fisio del ‘Tío del Bigote’ y el agua del grifo

Eduardo de Vicente
22:35 • 27 sept. 2020 / actualizado a las 07:00 • 28 sept. 2020

La figura del masajista era más importante que la del propio entrenador dentro de un club. Mientras que el entrenador estaba de paso, esperando a que lo echaran o a que le llegara una oferta mejor para cambiar de aires, el masajista era para toda la vida, como el color de las camisetas o como el escudo que se grababa en el pecho.






El masajista era capaz de ejercer varias funciones a la vez, lo mismo hacía de médico, de enfermero, de psicólogo o de utillero, ya que poseía conocimientos profundos que había ido adquiriendo en la universidad del solar, el polvo y el barro.



Para ejercer su oficio no necesitaba ninguna titulación. Todo el mundo sabía que Claudio Pimentel, que Pepe Cubillo o que el mismo Jarropo, tenían manos de santo, y que no necesitaban  más herramientas que el agua milagrosa recién cogida del grifo y un botiquín con aquel linimento del ‘Tío del Bigote’ que bien usado curaba todos los golpes. Saltaban al campo a la carrera con el botiquín en la mano y la toalla sobre el hombro;  echaban un buen chorro de agua sobre la zona afectada y el herido se recuperaba inmediatamente. El que tenía que recurrir a la camilla es que estaba para el arrastre.



En aquellos tiempos, el masajista se sentaba en el banquillo mano a mano con el técnico, ya que no existía la figura del segundo entrenador por lo que en algunos momentos eran ellos los que se encargaban de transmitir las órdenes que se gestaban en el banquillo, aprovechando el momento en el que saltaban al terreno de juego para atender a un lesionado.



Los masajistas se hacían eternos en los equipos y gozaban de tanta popularidad como los jugadores. Almería tuvo desde los años cincuenta dos masajistas oficiales que fueron Pepe Cubillo, un auténtico sabio de remedios infalibles, y Claudio Pimentel, un autodidacta de las técnicas de recuperación que fue aprendiendo en la escuela de los vestuarios y los campos de fútbol de tierra. Claudio fue el primer fisioterapeuta que conocimos, un masajista que llegó a ser de Primera División cuando fue ascendiendo peldaños con la A.D. Almería.




Se puede decir que llegó a ser un masajista reconocido en una época donde el fútbol modesto almeriense estaba sembrado de obreros del masaje que alternaban el oficio con el de utilleros. Uno de ellos fue Miguel Carmona Llobregat, conocido por el apodo de ‘el Jarropo’, que pasó a la historia como el eterno utillero del Pavía y como uno de sus promotores. En los años cincuenta, Jarropo era un joven aprendiz que trabajaba en la peluquería de Pedro Mesas en el barrio del Reducto.  Allí, junto al Tito Pedro, fue donde surgió la idea de formar un club que compitiera en la liga que organizaba la Federación. Un día, Jarropo apareció en la peluquería con un saco lleno de botas que le había comprado a Miguel Cubillo, masajista del Almería. Era el calzado usado que ya no utilizan los jugadores, pero que debidamente arreglado sirvió para calzar al primer equipo del Pavía en la temporada 1955-56. Las camisetas, rojas y verdes, nacieron de las manos de una modista del Reducto, que trabajó día y noche para que pudieran estar terminadas a tiempo, convirtiendo aquellos retales de saldo que Jarropo había comprado en el Blanco y Negro, en una seña de identidad.



El Jarropo era el que limpiaba las botas de los jugadores, el que se encargaba de que la ropa estuviera limpia, el que atendía las peticiones de cada futbolista y también, el fisioterapeuta en un tiempo en el que todavía no se habían inventado, y en el que tampoco existían las microroturas fibrilares y cuando un jugador sufría una de estas lesiones el diagnóstico se resumía con una frase que englobaba todos los grados: “Tiene un tirón”. 

El Jarropo se sentaba en el banquillo del Pavía al empezar el partido y al minuto ya estaba levantado atendiendo a todo el que se caía al suelo. “Que salga el masajista”, decía el árbitro, y allí iba el bueno del utillero, con su chándal ceñido al cuerpo y su botella de plástico llena de agua y una toalla sobre el cuello. 

En aquellos tiempos el fútbol era muy distinto al actual y los equipos, al menos los modestos que veíamos jugar en el estadio de la Falange, no tenían la costumbre de hacer un calentamiento intenso antes de los partidos como ocurre ahora. Antes se metían en la caseta, se ponían la vestimenta, recibían las consignas del entrenador, se echaban una refriega de linimento y salían a jugar sin haber movido un músculo previamente. Era un ritual parecido al del fútbol callejero, cuando pasábamos de estar sentados en los trancos cambiando estampas a empezar a correr detrás de la pelota sin haber hecho un estiramiento. 



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