Las colas de la leche y el queso divino

Eduardo de Vicente
07:00 • 05 oct. 2020

Dios bajaba al mundo y se paseaba por la puerta de la casa de los pobres cada vez que las monjas organizaban el reparto de víveres. Claro que existía Dios. Para todas  aquellas familias humildes de la Almería más pobre de los años cincuenta, el Señor no estaba en el altar mayor de la iglesia del barrio, sino dentro de las botellas de cristal que contenían el litro de leche que hacía milagros en los cuerpos de los niños. 



Dios venía de América para traer la leche en polvo y el queso, por eso, cuando las mujeres del barrio de la Chanca veían llegar a los padres marianistas y a las Siervas de los Pobres, cargados de alimentos, los miraban como si vinieran de otro mundo, como si fueran los enviados del todopoderoso que había decidido bajar a salvarlos.



La fotografía de esta página nos cuenta una historia, la de tantas mujeres del barrio de la Chanca que se encontraban con Dios cuando iban al Centro de Asistencia de Cáritas Diocesana que en 1957 abrieron en el paraje de la Fabriquilla. En las largas colas que se formaban antes del amanecer, desafiando el frío y el viento, solo había mujeres y niñas, que con sus cestas aguardaban el momento del milagro. En la fotografía destaca la presencia de un religioso vestido con hábito, que es contemplado como si fuera un santo apóstol por una de las mujeres que se habían apartado de la  cola para admirar al cura. La mujer parece centrar su atención en la ropa del marianista, tan limpia, tan bien planchada, tan fuera de contexto para aquellas mujeres que no habían conocido todavía lo que era plancha eléctrica ni un cuarto de baño moderno.



La puesta en marcha del centro fue uno de los grandes acontecimientos para el barrio. Cáritas Diocesana invirtió 75.000 pesetas en la compra de tres mil metros cuadrados de terreno en el paraje de ‘La Fabriquilla’. Los solares, que pertenecían a la Compañía Minas de Gádor y a doña Loreto Vizcaíno Fernández, se adquirieron con el fin de construir un edificio dedicado al servicio de la caridad.



Detrás del proyecto estuvieron siempre las Siervas de los Pobres, un grupo de religiosas que desde 1944 establecieron una catequesis en el barrio a la que asistían cientos de mujeres a diario. Era como una gran oficina donde las monjas prestaban un impagable servicio social, aliñado con un trato familiar y cercano que hacía que su labor fuera imprescindible para todas aquellas familias pobres que en su mayoría no tenían recursos para enfrentarse a tareas cotidianas y sencillas como rellenar un documento o solicitar la visita de un médico. 



Las Siervas de los Pobres le buscaban trabajo a las muchachas que necesitaban dinero para mantener a sus hijos, procuraban que los niños fueran a la escuela y tramitaban los papeles para ingresar a un enfermo en el Hospital o llevar a un anciano al Asilo. Si una tormenta destrozaba una casa o borraba del mapa una calle, los vecinos no tenían otro consuelo que recurrir a las monjas para que les solucionaran el problema. Si una hija se quedaba  embarazada, sin marido, sin oficio ni beneficio, las religiosas eran el paño de lágrimas y el único recurso de las madres. 



El hogar de las Siervas de los Pobres fue el primer dispensario que hubo en el barrio en la posguerra. Cuando en los años cincuenta empezaron a llegar las latas de leche en polvo que mandaban los americanos, el lugar se convertía en un enjambre de mujeres y niños, que formaban largas colas desde el amanecer para poder llevarse los alimentos.



El día de la inauguración oficial se llegaron a repartir setecientas raciones de víveres: a cada familia les correspondió un litro de leche, un kilo de queso y otro de harina de maíz recién llegados de América. Además, el Gobernador civil se sumó a la fiesta donando varios sacos de pan.


Aquel año la Iglesia puso en funcionamiento en el barrio un nuevo dispensario que ofrecía además el servicio de guardería y el de consultorio médico. Allí iba la gente del barrio a ponerse las inyecciones, a curarse los ojos antes de que el tracoma hiciera estragos y a que le pusieran en el pelo el mágico ungüento del Soldado, una masa pegajosa con la que se combatían los piojos. Allí estuvo el obispo Alfonso Ródenas el día de la inauguración, supervisando las instalaciones y recorriendo las calles y los cerros, arropado siempre por las Siervas de los Pobres y por las Hermanas del Amor de Dios. 


Fue todo un espectáculo la mañana que apareció don Alfonso con su séquito oficial y un pelotón de niños siguiéndolo como si fuera una estrella de cine. Seguramente, aquellos jóvenes no habían visto acercarse a la puerta de sus cuevas a ningún personaje tan ilustre, ni tan bien vestido, ni tan bien aseado como el obispo y su amplio séquito.



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