En la pendiente que se derramaba desde el cerro de la Alcazaba hasta el puerto, aparecía una zona de llano donde se fue gestando la histórica Plaza de Pavía. El lugar era una meseta deshabitada, antes de que en 1865 el arquitecto Joaquín Cabrera lo proyectara como plaza dentro del plan de urbanización del barrio del Reducto. Entre 1870 y 1880 se rodeó de viviendas, se instaló el primer alumbrado con farolas de petróleo y se levantó una fuente de agua para el abastecimiento de los vecinos.
El agua fue uno de los problemas al que tuvieron que enfrentarse las primeras familias que habitaron la plaza. En el invierno de 1879 presentaron sus quejas al ayuntamiento por estar privados de agua potable, ya que aún no se habían terminado de colocar los tubos de la cañería que tenía que abastecer al barrio. Tampoco tenían luz suficiente, ya que a las ocho de la noche se apagaban casi todas las farolas de las calles del Reducto para ahorrar petróleo, por lo que era una aventura cruzar aquel llano a oscuras. A pesar de los problemas, la Plaza de Pavía y las calles del barrio seguían poblándose de vecinos y seguían levantándose nuevas construcciones.
En septiembre de 1879 se abordó el proyecto para arreglar el terreno de la plaza y dotarlo del declive que necesitaba para que en la época de las lluvias las aguas tuvieran la debida corriente y no se quedaran estancadas en el llano, dejando incomunicados a los vecinos, como venía sucediendo cada vez que caía una tormenta. Como las arcas municipales tenían más telarañas que monedas, se ofrecieron a los jornaleros lotes de terreno en el barrio en compensación por el trabajo, para que pudieran edificarse sus propias viviendas.
Crecía el barrio y crecían las necesidades de las gentes que lo poblaban. En 1884, el alcalde, Juan de Oña, ordenó que se abriera una calle en un costado de la Plaza de Pavía para que sus vecinos pudieran tener un acceso directo a la zona del puerto. En ese progreso continuo, en ese afán de adecentar el llano, los propios vecinos promovieron la iniciativa de que el perímetro se rodeara de árboles. Los primeros empezaron a plantarse a lo largo del año de 1885.
La vegetación fue humanizando esa extensa explanada que formaba entonces la Plaza de Pavía. Ya contaba con una fontana de agua para el abastecimiento público, tenía árboles y luz, aunque las quejas sobre el alumbrado eran frecuentes. En noviembre de 1885 las farolas de petróleo que iluminaban el barrio del Reducto se encendían a las siete y media, lo que motivó las protestas de los vecinos, ya que en aquel tiempo a las cinco y media de la tarde empezaba a echarse la noche encima, por lo que tenían que orientarse entre tinieblas durante dos horas.
Desde los orígenes del barrio, los vecinos de la Plaza de Pavía destacaron por su espíritu reivindicativo. Basta darse una vuelta por la prensa histórica para comprobar con qué frecuencia los inquilinos de la plaza acudían a las páginas del periódico buscando las mejoras que necesitaban.
En 1890 ya habitaban la plaza veinte familias, muchas de ellas procedentes de otras provincias, que habían llegado a Almería para ganarse la vida en la mar. Los Bernabé-Balboa, y los Alarcón-López, de Murcia; los Bordiú-Linares, y los Palenzuela-Mullor, de Villajoyosa; los Batiste-Llorca, de Castellón... No se trataba de una población estable, por lo que lo normal era que la plaza se renovara año tras año con nuevas gentes que iban llegando a la zona.
A comienzos del siglo veinte ya formaban parte del padrón de la Plaza Pavía familias que después echaron raíces en el barrio: Andreu, Baldó, Castillo, Cerrudo, Estapé, Gallart, Mesas, García, Acosta, Escudero, Torreblanca.
Allí nació, en 1900, el poeta almeriense Fermín Estrella, que años más tarde, desde su ‘exilio’ en Argentina, recordaba su infancia y aquella plaza donde “las gentes vivían una vida simple y pura”.
Los niños jugaban a volar globos de papel, grandes globos de colores que el fuego de una pelota de estopa elevaba hasta perderse en el cielo entre las estrellas. Las muchachas se arremolinaban alrededor de la fuente de piedra donde llenaban los cántaros de agua y se confesaban sus esperanzas de amor.
Todos los años, por San Antón, hacían verbenas multitudinarias y quemaban los muebles viejos para espantar los malos espíritus, y en las noches de verano, las familias ocupaban las puertas de las casas y se contaban sus historias en la oscuridad de la madrugada.
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