Los terrados ya no están habitados. Ya no se sube al ‘terrao’ a hacer vida familiar o a hablar con los vecinos. Se han ido convirtiendo en cumbres solitarias donde sube la gente de vez en cuando y con prisas para tender la ropa o mover la antena de la televisión. Se ha dejado de vivir en las azoteas de la misma forma que se perdió la tradición de los trancos y de las puertas de las casas.
La construcción masiva de pisos fue aniquilando la vida de los ‘terraos’ y en cierta medida el apego que tenía la vida vecinal. Antes, la gente se comunicaba desde las azoteas, mientras que ahora, si subes al terrado de un piso y te encuentras a alguien, te das la vuelta y regresas cuando se haya ido.
Recuerdo que en los ‘terraos’ de mi barrio siempre había alguna mujer tendiendo la ropa o dándole de comer a los conejos y que cuando llegaba el mes de abril y se empezaba a intuir el verano, las muchachas subían a escuchar los discos dedicados de la radio y a ponerse morenas antes de ir a la playa. Los niños siempre estábamos merodeando por las alturas, por si veíamos un muslo más desnudo de lo habitual o uno de aquellos primeros escotes de nuestras vidas que se nos quedaron grabados para siempre en la memoria.
El ‘terrao’ era un buen lugar para sentirse libre. Como los trancos de las puertas de las casas, gozaba de esa permisividad de los territorios neutrales, a medio camino entre la rigidez de la casa y la libertad de la calle. Formaba parte de nuestra infancia como un aliado de nuestros momentos de soledad, cuando hastiados de la tarea subíamos allí arriba a terminar de hacer las multiplicaciones o simplemente a mirar la vida desde su atalaya. Desde el ‘terrao’ la ciudad adquiría otra dimensión donde destacaban las torres de las iglesias y las murallas del Cerro de San Cristóbal y la Alcazaba. Desde los ‘terraos’ el mar nos rozaba la mirada y los ruidos de la calle llegaban amortiguados.
El ‘terrao’ tenía sus propios sonidos: el sonido de las coplas que cantaban nuestras madres mientras lavaban la ropa en la pila del patio o cuando subían a la azotea a tenderla; el sonido del canto de las gallinas que en aquel tiempo convivían en las casas como si fueran una parte de la familia, y la música de los aparatos de radio que sonaba a media voz cuando la vecina de enfrente subía a tomar el sol.
Cuando en mi barrio levantaron los primeros edificios que sobresalían por encima de las casas antiguas, los niños jugábamos en secreto a subirnos a la azotea para buscar en los otros ‘terraos’ el cuerpo ligero de ropa de alguna muchacha.
En aquella época, recién estrenada la década de los años setenta, existía la costumbre entre las adolescentes de broncearse en el ‘terrao’ cuando llegaba el mes de mayo para maquillar la blancura que en sus cuerpos había dejado el invierno. Antes de ponerse la ropa de verano o de empezar a ir a la playa, era habitual llenarse de color en algún rincón de la azotea que no llamara la atención. Pero los niños, que valorábamos como un tesoro inalcanzable el milagro de un cuerpo femenino, estábamos siempre al acecho y cuando un amigo daba la señal de alerta allí íbamos como piratas dispuestos al abordaje, con esa emoción clavada en el estómago que nos dejaba lo prohibido. Recuerdo que más de una vez alguna de aquellas vecinas nos descubrió en mitad de la faena y fue a denunciar nuestro delito ante nuestros padres. Recuerdo la contestación que una vez le dio mi madre: “Son ocurrencias de críos”.
Los ‘terraos’ eran el alivio de las viviendas, un territorio en el que se respiraba una atmósfera rural y donde uno podía encontrarse con un batallón de gallinas o con media docena de conejos. Veníamos de la supervivencia y de la austeridad como formas de entender la vida y en ese contexto un ‘terrao’ podía llegar a convertirse en la prolongación de la despensa. Si en la alacena del comedor nuestras madres guardaban la comida, en las cajoneras de los ‘terraos’ se criaban los animales y se ponían a secar las ristras de pimientos.
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