La Guardia Civil y sus desfiles

Eduardo de Vicente
07:00 • 12 oct. 2020

En mi barrio vivía una familia que pertenecía al cuerpo de la Guardia Civil. Era la familia Alonso, que habitaba una casa con jardín que daba a las calles de Eusebio Arrieta y General Castaños. El padre tocaba el bombo en la banda de la benemérita y cada vez que salía desfilando por las calles de la ciudad, los niños del barrio íbamos detrás del vecino, marcando el paso al compás de los tambores.






Cuando llegaba el día 12 de octubre, que era la fiesta de la Hispanidad y el día de la Patrona del cuerpo, los niños nos colocábamos enfrente de la puerta de la casa del guardia Alonso para verlo salir de camino hacia el cuartel donde se celebraban los actos oficiales. Nos gustaba contemplar la figura del guardia, con aquel uniforme tan limpio y aquellos zapatos tan brillantes después de haber recibido varias manos de betún. Lo mirábamos y lo admirábamos como si fuera un héroe camino de alguna guerra lejana.



Crecimos viendo desfilar a los soldados del cuartel de la Misericordia y a los del Campamento, que recorrían las calles de la Almedina cuando se dirigían a la Catedral para acompañar a alguna procesión.  Otra cosa era la Guardia Civil, que con sus uniformes de gala y subidos en sus espléndidos caballos, tenían un aire más festivo y menos severo que aquellas secciones del Regimiento de Infantería Nápoles 24 que venían del cuartel. La Guardia Civil a caballo era un espectáculo por sí misma, tanto que cuando salía eclipsaba al resto de la procesión. Cómo brillaban las botas, con qué templanza dominaban a los caballos, sólo con un movimiento de las riendas o hablándole ligeramente a la oreja. A los niños nos divertían mucho los caballos, sobre todo cuando hacían algún amago de desbocarse y cundía la alarma entre el público que ocupaba las aceras, o cuando al pasar por una calle con el suelo lleno de adoquines iban caminando a duras penas entre resbalón y resbalón.



Detrás de los jinetes iba siempre una cuadrilla de barrenderos, los sufridores de aquellos desfiles, que con la escobilla y el recogedor tenían que ir limpiando la calle de las boñigas que iban dejando los animales. En los años sesenta, lo militar y lo religioso iban aún de la mano: la espada y la cruz, el poder de las armas y la fuerza de la fe se unían en nuestras calles  para darle solemnidad a las celebraciones de la Iglesia. En octubre, para la procesión de la Virgen del Pilar, que salía de la parroquia del Corazón de Jesús, se contaba con la presencia de la Guardia civil a caballo que abría el cortejo, y una escuadra de gastadores de soldados de  infantería con su banda de música incluida. En Semana Santa, los civiles a caballo acompañaban a la procesión del Santo Entierro y hubo algunos años que también participaron en la Soledad. También salían con la Virgen del Carmen de la iglesia de San Sebastián, en la romería de Torregarcía del mes de enero, y en la procesión de la Virgen del Mar que cada año clausuraba los festejos de la Feria. 



Donde más lucían los uniformes eran en el día del Corpus, desfilando con trote lento a la caída  de la tarde, arropados los jinetes por una escuadra de bastidores del mismo cuerpo que le daban mayor realce al cortejo. El Corpus era una de las fechas más esperadas del año y el último día festivo ante del verano.






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