Cuando se atisbaban los primeros nubarrones negros al norte del barranco del Caballar, y el célebre rincón de las panochas se oscurecía como si fuera de noche, en las barrilerías de la vieja Rambla de la Chanca los obreros levantaban muros con piedras y madera para evitar que el agua inundara los talleres.
La rambla era una fiera cuando descargaba una tormenta y la corriente de las aguas bajaba con tanta fuerza que a veces llegaba a alcanzar a las casas y a los negocios de los márgenes del cauce, llevándose por delante todo lo que encontraba a su paso.
Era la Rambla de los Maromeros porque en el último tramo que desembocaba en las aguas del puerto los viejos pescadores montaban sus puestos de trabajo reparando las redes antes de salir a faenar.
Era también la rambla de las barrilerías de Manuel Romero, de Francisco Godoy y de López Guillén, grandes empresarios de la exportación que se habían asentado en aquel paraje por la proximidad con el puerto. Era la rambla de las carreterías, que en los veranos instalaban sus chambados a lo largo de la orilla para reparar las averías de los carros que entonces sustentaban el comercio local.
Era la rambla de las huertas que aparecían escalonadas en los lugares más elevados y la rambla donde iban a parar las aguas del lavadero de la Salud, provocando con frecuencia graves problemas para la población ya que al quedar estancadas se convertían en auténticos focos de infección, temibles en tiempos de epidemias.
Era la rambla que servía de depósito para los escombros de las obras y de vaciadero del barrio, lo que provocaba la formación de rellenos que en algunas épocas llegaron a superar el metro de altura, borrando el cauce natural y facilitando que las aguas, cuando venían con fuerza desde el fondo del barranco del Caballar, subieran de nivel y sembraran el pánico entre los vecinos.
Era la rambla que amenazaba constantemente al puerto. Sus avenidas, que llegaban puntuales cada año, a veces en más de un episodio, provocaban que el puerto se viera periódicamente anegado por el lodo. El problema llegó a ser tan importante que en 1886 la Junta de Obras del Puerto presentó un proyecto de desviación de la rambla para evitar la desaparición del fondeadero.
La Rambla de La Chanca era entonces un lugar con apenas sesenta habitantes. Las casas se alzaban un par de metros sobre el cauce, desafiando a las aguas que cada vez que llovía con fuerza, bajaban bravas desde los cerros.
La inundación de 1891 hizo daño en el barrio, pero fue más dura la de septiembre de 1929, cuando una gran tormenta cayó sobre la sierra de Enix, desatando la furia de la naturaleza. El agua bajó desbocada por los cerros, arrastrando todo lo que se encontró en el Barranco del Caballar. La rambla quedó inundada y el agua llwegó a alcanzar un metro de altura en las fachadas de las casas. En algunas zonas menos protegidas, la riada penetró en los almacenes, llevándose hasta el mar cientos de barriles y material de trabajo.
El aspecto de la rambla no mejoró con el tiempo y hasta hace cuarenta años fue una zona deprimida, una amenaza constante cada vez que llovía.
También el viento y el frío castigaban el lugar. En diciembre de 1946, cuando una ola de frío polar azotó la ciudad, la fuerza del viento, la lluvia constante y las bajas temperaturas dibujaron un panorama desolador. Se cayeron varios postes de la luz y las calles y los edificios próximos a la Rambla de La Chanca se quedaron a oscuras. “La impresión que aquellas humildes viviendas ofrecían era dolorosa”, decía una información del diario Yugo.
La rambla estuvo cortada varios días y hubo que improvisar un puente con piedras y maderas, construido por los propios vecinos, para que los dueños de los pequeños comercios de comestibles de la Plaza de Pavía, pudieran llegar hasta el almacén de don José Ortega, donde se distribuía, en los días del hambre, el aceite de almendras y la harina de maíz.
Los tiempos modernos llegaron tarde. En 1952, junto a la Huerta de Cadenas, construyeron un lavadero público y cinco años después, sobre los terrenos de la Huerta de Antonio Peregrina, el colegio Alejandro Salazar. A partir de entonces tomó fuerza el proyecto de encauzamiento definitivo de la rambla y su urbanización para convertirla en la actual Avenida del Mar, logro que no empezaría a forjarse hasta la década de los sesenta.
El 13 de febrero de 1972, dos años después de que una riada arrastrara a varios coches con un balance de siete fallecidos, el ayuntamiento aprobó la pavimentación de la avenida y la construcción de un paso elevado para unir la Plaza de Pavía con La Chanca. A finales de 1972, el puente estaba terminado.
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