La ciudad tenía distintos escenarios que los domingos y los días de fiesta le hacían la competencia al Paseo. Existía una ruta alternativa a la tradicional que pasaba siempre por el Parque, por la explanada del puerto y por el Paseo, un camino que se llenaba de gente que buscaba emociones distintas a la de cruzarse siempre con los mismos, ver los barcos o contemplar las gangas de los escaparates.
La vieja carretera de Aguadulce fue durante décadas una pasarela por donde salían los almerienses a caminar cuando hacía buen tiempo, cuando cruzarse con un coche era un acontecimiento extraordinario. Había tan pocos coches en la ciudad que todo el mundo conocía a sus dueños.
Las caminatas por el camino del Cañarete tenían más de excursión que de paseo, y estaban rodeadas de un halo de aventura para todos aquellos que venían desde el centro de la ciudad y se internaban por aquel laberinto de cerros y curvas. ¿Qué buscaban los almerienses por aquellos senderos? Buscaban un paisaje excepcional, una perspectiva de Almería irrepetible con la presencia del mar como testigo. No había otra entrada a la ciudad que ofreciera tantos matices: el puerto, con su mundo de barcos, de grúas de pescadores; las murallas de la Alcazaba que vistas desde el camino tenían una belleza de cuento oriental, y al fondo, entre la niebla que levantaba la bruma, el verdor de la vega que empezaba al otro lado del muro de la Rambla.
Los caminantes que se internaban por las curvas del Cañarete buscaban aquellas vistas impresionantes y un sendero donde perderse del ruido y poder tomar el sol y el aire del mar que según se decía entonces, eran hábitos saludables.
Entonces nadie caminaba para mantenerse en forma ni para perder peso ni para rebajar el colesterol, ya que en los años de la posguerra era complicado ver a alguien sobrado de kilos; cualquiera hubiera pensado entonces que el colesterol era alguno de esos detergentes nuevos que se usaban para arrancar las manchas más difíciles.
La ruta empezaba a la altura del puerto pesquero y estaba salpicada de varios puntos de referencia. Había quien llegaba hasta la playa de la Garrofa o a la del Palmer, aunque la mayoría solía ponerse como meta la venta de Ramírez o la mítica venta de Eritaña que se asomaba con orgullo al acantilado.
Los paseos eran más propios del otoño y del invierno. A partir de junio, aquella ruta se llenaba de aires playeros y eran familias completas las que atravesaban el camino en busca de las pequeñas playas que aparecían entre las rocas de las montañas. Se formaban auténticas procesiones de gente cargada de cestas llenas de comida y de garrafas de agua y cuando llegaba el día más playero del año, que era el 18 de Julio, las colas empezaban antes del amanecer y volvían a repetirse cuando se echaba la noche y los excursionistas emprendían el camino de regreso.
Desde hace más de medio siglo ese escenario privilegiado que se abre paso entre las montañas y el mar, se perdió definitivamente como lugar con encanto cuando se convirtió en solo una carretera. Hoy podía ser la ruta más hermosa para los caminantes que ahora están de moda.
A lo largo de la historia, la ciudad ha tenido varios intentos por recuperar aquel paraje. Fue en los años treinta cuando las autoridades quisieron revitalizar la vieja carretera para utilizarla como gancho para reivindicar la belleza de nuestra costa. En 1928, una Real orden del ministerio de Fomento había hecho albergar esperanzas de que uno de los ramales de la autopista que se planeaba para recorrer el Mediterráneo desde Algeciras a Cartagena pasara por Almería, pero el proyecto se quedó, una vez más, en un papel escrito que no se llegó a ejecutar, aunque año tras año se aguardaban noticias de la moderna carretera que iba a impulsar el tan ansiado turismo.
Las fuerzas vivas de la ciudad seguían trabajando, esperando que algún gobierno de la República les hiciera realidad el proyecto. Autoridades y comerciantes querían promocionar el eslogan ‘Almería ciudad veraniega’ y pusieron en marcha un comité de ‘Pro clima y playa’ que entre sus aspiraciones hizo hincapié en la necesidad de mejorar el único camino que nos unía con los pueblos del poniente, con los pueblos costeros de Granada y con la provincia de Málaga.
Había que dignificar la carretera para que no se quedara anclada en un viejo camino de carros expuesto a que cualquier temporal la cortara derrumbando las piedras del cerro. Se asfaltaron tramos que eran de tierra y se adecentaron las curvas más peligrosas para que los coches pudieran circular sin peligro.
La mejora de la carretera abrió ese trozo de costa a la ciudad y a lo largo de los años treinta se puso de moda entre la población salir de excursión por aquellos senderos pegados al mar: hasta sus playas y sus acantilados llegaba la gente en los paseos en bicicleta y las familias acomodadas que en aquellos tiempos disfrutaban de un coche, se internaban entre sus curvas para hacerse fotografías. De noche, el camino se transformaba. Cuando se acaban los paseos empezaba la procesión de los noctámbulos hacia la venta Eritaña.
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