En aquellos años, la iglesia de San Roque solo se llenaba en los entierros. Cuando don Marino empezó a reinar en el barrio, allá por los años cincuenta, le preocupaba el absentismo de sus parroquianos. “Siempre vienen las mismas”, decía el cura, cansado de ver en las misas los mismos lutos y las mismas caras de mujer.
Entonces, la fe era un territorio femenino y ver a un hombre aparecer por el templo era un hecho extraordinario. Solía ocurrir, como si fuera una tradición, que en las misas de funeral, en las bodas y en las primeras comuniones, que eran los actos más concurridos, los hombres del barrio tenían la costumbre de quedarse en la puerta echando un cigarro y conversando como si estuvieran en la puerta de un bar. Un día, cuando don Marino empezaba la lectura del evangelio, paró el discurso, se bajó del altar mayor, se remangó la sotana y salió a la calle a pronunciar un sermón alternativo. Con un sonrisa en los labios, el cura empezó a saludar a los hombres que allí se habían congregado, tan ajenos al acontecimiento religioso, y con su acento castellano les dijo: “Si os apetece le puedo decir al monaguillo que saque una mesa, unas sillas y os ponga un café con tostadas para que estéis más agusto”.
No tuvo que hablar más. Desde aquel día, se terminaron las tertulias masculinas en la puerta durante la misa y el hombre que iba a la iglesia de San Roque no se quedaba fuera. Más complicado fue corregir el absentismo del barrio, ese desarraigo con lo religioso, el desapego por los sermones y las frases estériles. Como la gente no iba a la iglesia, don Marino decidió llevar la iglesia a la gente, convirtiéndose en un sacerdote itinerante, que como los viejos titiriteros, se echaba los bártulos al hombro y se iba por las calles y por las cuevas en el nombre de Dios.
En aquellas visitas, don Marino llevaba un sermón realista y la palabra de Dios se mezclaba entre el pan y la leche que las monjas iban repartiendo en los hogares donde no tenían nada para comer. Esta vocación de acercarse a los pobres le sirvió para algunos lo consideraran como un cura revolucionario y para que en poco tiempo se convirtiera en el personaje más popular del barrio, en una auténtica estrella, en el hombre de moda, alcanzando una fama que siempre le incomodó. Jamás quiso ser un héroe y huyó de los aduladores y de algunos cronistas que quisieron convertirlo en abanderado de los pobres y en mito viviente de un barrio. “Sólo soy un hombre que habla con Dios, lee libros y escucha los problemas de la gente”, decía siempre que alguien lo quería elevar a los altares.
Es cierto que en La Chanca era un cura muy querido, pero también tenía sus detractores, aquellos que lo acusaban de actuar en su propio beneficio, los mismos que dudaban de su honestidad y de su castidad y le atribuían media docena de hijos y algún chalet que otro en la costa de Valencia. Don Marino nunca se alarmó por las críticas ni tampoco se sintió un Dios cada vez que lo adoraban. Era un cura realista, acostumbrado a la batalla constante.
Su vida, antes de ser sacerdote, no había sido un camino de rosas. Nació el 18 de julio de 1918 en un pueblo de Palencia. Su padre, Eulogio Álvarez, se ganaba la vida y la muerte en las interminables jornadas de trabajo de las minas de San Cebrián de Mudá. De su madre le quedaron pocos recuerdos. Apenas tenía diez años cuando ella murió, por lo que se crió agarrado a la falda de su hermana mayor. Cuando cumplió catorce años se fue a estudiar con los frailes de la Salle de Peñafiel y estando allí le sorprendió la guerra civil. Fueron los años más difíciles de su vida. Sufrió prisión y estuvo a punto de ser ejecutado, pero su condición de practicante, el ser uno de los pocos que sabían poner inyecciones en la cárcel, le sirvió para ganarse la confianza del director y salvar la vida cuando su nombre ya figuraba en la lista de los sentenciados. Al terminar la guerra estudió Magisterio, hizo el servicio militar en el Sáhara y comenzó la carrera de Teología. En 1944, con 26 años, fue destinado a Almería para reforzar la exigua plantilla de seminaristas. Faltaban sacerdotes y tuvo que hacer la doble función de alumno y profesor.
Su primer destino fue al pueblo de Oria y después estuvo una temporada en Roquetas. En 1954 aprobó las oposiciones y le adjudicaron en propiedad la parroquia de San Roque, de la que tomó posesión el nueve de agosto de 1955. Cuando llegó a La Chanca se encontró con un barrio aislado y herido. Desde el primer día, Don Marino inició su particular cruzada contra la miseria y el analfabetismo. “Si pudiera para el sol para prolongar los días”, llegó a decir en aquellos meses sin descanso.
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