La estación y el arte de saltar las vías

Los alumnos del Instituto Masculino eran expertos saltando las vías del tren

La Estación de Almería en los años setenta, cuando ya no quedaba tan lejos de la ciudad. En aquel entorno estaba el cuartel de la Guardia Civil.
La Estación de Almería en los años setenta, cuando ya no quedaba tan lejos de la ciudad. En aquel entorno estaba el cuartel de la Guardia Civil.
Eduardo de Vicente
23:34 • 29 oct. 2020 / actualizado a las 07:00 • 30 oct. 2020

Para muchos de nosotros, la estación de Almería era un lugar remoto y lleno de emociones, perdido en ese mapa de lejanías que los niños dibujábamos en nuestra imaginación, en un tiempo, el de la infancia, donde las distancias nos parecían más amplias de lo que realmente eran. La estación formaba parte de esa región de las afueras que era más rural que urbana. Impresionaba, en medio de aquel horizonte de vega, el viejo edificio destacando como un palacio fuera de contexto. 



En el invierno de 1969 el entorno de la estación se llenó de vida con la inauguración del nuevo cuartel de la Guardia Civil. Las dependencias cubrieron un amplio solar con  vistas a la misma Plaza de la Estación y a la Carretera de Ronda. La comandancia sirvió para que aquellos terrenos no parecieran tan solitarios cuando llegaba la noche. En aquella época la Estación y sus alrededores se alimentaban de día con la vida que les llegaba de los trenes, de la estación de autobuses, de la fábrica de Briséis y con el tráfico de la Carretera de Ronda. De noche, cuando cesaba la actividad, el lugar se iba llenando de sombras y era entonces cuando la estación nos parecía más lejana y solitaria. A esa sensación de desamparo contribuía también la presencia del edificio del viejo Preventorio, que parecía un espectro perdido en un tiempo que no le correspondía. 



Cada vez que iba a la estación me quedaba con la boca abierta mirando el reloj de la fachada y aquella gran cristalera escarchada que presidía el edificio. Formaba parte del inventario infantil de varias generaciones de niños que en la escuela cantábamos aquella canción que decía: “Que llueva, la Virgen de las Cuevas, que caiga un chaparrón, que rompa los cristales de la Estación”. Luego, cuando íbamos por allí a esperar el tren comprobábamos que la cristalera estaba intacta, que había resistido a la última tormenta y que su destrucción sólo ocurría en la letra de aquella repetitiva cantinela de tardes de colegio. 



En la estación descubrimos la amargura de las despedidas, la inquietud de las esperas y la alegría de los recibimientos cuando íbamos a recoger al hermano estudiante. Llegábamos a la estación una hora antes de que el tren diera señales de vida para sentir cómo se iba aproximando. Sonaba el altavoz y una voz de ultratumba nos iba anunciando que el Automotor ya había pasado por Gádor. 



Ir a la estación significaba también encontrarnos con un decorado mítico, el lugar prohibido que atravesaban nuestros hermanos mayores para ir al instituto Masculino, más allá de Ciudad Jardín. Ellos nos contaban sus primeras hazañas estudiantiles cuando todas las mañanas, antes de las nueve, se saltaban las reglas cruzando por las vías del tren por el puro placer de lo prohibido y por ahorrarse veinte minutos de caminata.



Todos los caminos de los estudiantes que iban al instituto desde el centro de Almería y sus barrios cercanos desembocaban en la Plaza de la estación. Desde allí hasta la puerta del instituto había una distancia de unos setecientos metros, aunque para poder tomar ese atajo era imprescindible atravesar las vías del tren, con el consiguiente peligro que esta escaramuza suponía. La otra alternativa que tenían los muchachos para llegar al Tagarete era el camino oficial que pasaba por cruzar la Carretera de Ronda y atravesar toda la Avenida de Vivar Téllez (hoy Cabo de Gata). La distancia era el doble. Los que se aventuraban saltando las vías llegaban en diez minutos, mientras que los que preferían la seguridad del camino más largo tardaban más de media hora. En 1967, cuando se puso en marcha el instituto Masculino, la estación comenzó a ser un problema para las autoridades, impotentes para frenar el río de estudiantes que pasaban sin permiso por las vías hasta cuatro veces al día. Ese mismo invierno se dio a conocer un proyecto de paso elevado que fue redactado por el coronel ingeniero Arrans, que finalmente no se pudo ejecutar al ser rechazado por los servicios técnicos de Renfe. 



La otra opción era la de excavar un paso subterráneo solo para peatones que uniera la explanada de la estación con la Carretera de Sierra Alhamilla, una alternativa que tampoco se llevó a cabo. Durante años, los estudiantes y muchos vecinos del Tagarete, un barrio que estaba en plena expansión, siguieron jugándose el tipo entre los vagones a la espera de que alguien encontrara una solución. 



Quizá, los que menos sufrían aquella incomunicación, eran los propios estudiantes, las pandillas de niños y adolescentes que disfrutaban con el riesgo. Tenían que burlar la vigilancia de los operarios de Renfe y a veces subirse a los vagones de algún tren y atravesarlo como si fueran pasajeros. Cuando los trenes llevaban mineral de hierro estaban obligados a cruzarlos de puntillas si no querían llegar a clase con las manos y la ropa cubiertas de polvo. 


El problema se alargó más de lo previsto hasta que por fin, en mayo de 1984, se inauguró la pasarela que unía la Estación con la Carretera de Sierra Alhamilla. 



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