Cuando uno penetra por su puerta, en ese pasaje angosto de la calle Las Tiendas, es como hacer un viaje en el tiempo: allí están el mismo mostrador de caoba de hace más de cien años, el teléfono negro de baquelita que aún funciona colgado en la pared y esa altura descomunal de las tiendas arcaicas alumbrada por una lámpara de araña; allí, en El Valenciano -el comercio más antiguo de la ciudad con 150 años cumplidos a quien el Ayuntamiento aún no le ha hecho ni un triste reconocimiento- está también Andrés, el tendero, el postrero eslabón de la cadena, el último de la saga de los Ivorra alicantinos que un día llegaron a Almería en una recua de mulas cargadas de género diverso.
Andrés está allí sentado, aguardando a algún cliente despistado para ofrecerle algo, lo que sea. “He vendido cero euros, esa es la caja de hoy”, se lamenta minutos antes de cerrar. Andrés, con su delgadez y su mirada enigmática, tiene el aspecto de un monje franciscano en ese amplio establecimiento presidido por un silencio conventual, rodeado de indalos y cerámicas, al que llega en sordina el rumor de los bares de Jovellanos. Sabe que el negocio que regenta ha coronado la cumbre del siglo y medio de vida a través de cuatro generaciones y por eso se nota que sufre Andrés por esa calma chicha, con una caja registradora antiquísima a la que deben haberle anidado telerañas.
Está triste, se le advierte, porque todo ese fragor de clientes comprando vajillas de loza o abanicos o cerámica de Sorbas ya solo existe en sus recuerdos de infante. “Conmigo morirá esto, seré el último Ivorra al frente de El Valenciano”, esa tienda por la que transitan a diario cientos de almerienses sin que nadie compre nada.
Este comercio legendario, fundado en 1870, ha vivido en los últimos tiempos de los turistas que de vez en cuando se internan por la puerta para comprar un recuerdo: algún llavero del Indalo, alguna camiseta de “Almería, madre de la vida padre”. Pero ya, ni eso. Con el turismo aletargado por la pandemia, al igual que los jubilados del Imserso que venían de Roquetas, que de cuando en cuando compraban algún botijo camino de la Alcazaba o de unos champiñones en El Puga, ya no le queda ningún atisbo de esperanza al viejo Valenciano, que debería de haber sido merecedor de que lo metieran en las rutas turísticas de la ciudad como cualquier tasca con solera. Solo sea por el sedimento acumulado y porque el sosegado local es aún un espectáculo de adornos y baratijas que flotan desde el techo o duermen en las estanterías y porque no hay nadie como Andrés que lleve tanto tiempo haciendo de embajador del Indalo, evocando incansablemente ante los turistas a Perceval y a Juan Cuadrado y todo lo que de embrujo inventado tiene ese monigote. Andrés se acuerda de memoria de todos sus antepasados que fueron trajinando en esa vieja quincallería, que ha visto pasar tres siglos con monarquías, repúblicas, guerras y dictaduras.
La historia de El Valenciano arranca con Vicente Ivorra Román ‘Vicentet’, un buhonero del pueblo alicantino de Agost que en 1870 decidió dejar la venta ambulante vagando por los caminos para establecerse en Almería, una plaza próspera entonces por el negocio de la uva y la minería. Adquirió un viejo caserón solariego en la calle Las Tiendas con Lectoral Sirvent, frente a la papelería de Isidro García Sempere, que era otro alicantino como él, y junto a la imprenta de Mariano Alvarez, el suegro de Carmen de Burgos, y el establecimiento de Francisco Felices. Rotuló ese incipiente negocio de quincalla como El Valenciano porque así le empezó a llamar todo el mundo por ese acento natal con el que se expresaba, como si se hubiese escapado de las páginas de 'Arroz y Tartana' de Blasco Ibáñez.
En ese remoto tiempo de candiles y velas, en el que aún se pagaba en reales y maravedíes, el primer Ivorra vendía cristal y loza, pero también calzado y artículos de alimentación, pellejos de vino y tabaco de importación. En la empresa participaba también su cuñado José Brotons, hermano de su esposa Josefa Brotons Vicedo, que regentaba una pequeña fábrica de alpargatas en la calle Granada.
En ese tiempo, la calle Las Tiendas era como un alegre zoco abigarrado de tenderos fijos y ambulantes donde se despachaba de todo, desde carbón a zarzaparrilla, desde castañas pilongas a tejidos de seda o turrón por Navidad que traía de Jijona Antonio Monerris.
Al fundador lo sucedió su hijo, Vicente Ivorra Brotons, auxiliado por su esposa Encarnación Carrión, que fue quien amplió el establecimiento con género de Manises y de pedernal que llegaba en fardos por barco y fue también quien tuvo que sufrir los avatares de la Guerra cuando la milicia le requisó el local.
Tomaron el testigo sus hijos José y Vicente Ivorra Carrión, quienes disfrutaron de una época de esplendor en la que El Valenciano llegó a contar con media docena de dependientes y recaderos.
Hasta que cambiaron los tiempos, llegaron los centros comerciales y el negocio fue languideciendo, con Andrés como último mohicano, esperando un cliente como Penélope esperaba el primer tren en el andén.
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