El hombre del carrillo de las pipas

Francisco Martínez García se jubiló como vendedor ambulante de frutos secos

Francisco Martínez estuvo más de cuarenta años vendiendo por calles y playas.
Francisco Martínez estuvo más de cuarenta años vendiendo por calles y playas.
Eduardo de Vicente
23:53 • 04 nov. 2020 / actualizado a las 07:00 • 05 nov. 2020

Francisco Martínez se pasaba los veranos en la playa, mirando el mar de reojo, haciendo camino por la arena con su cesta de mimbre en el brazo, pregonando la mercancía: “Garrapiñadas, cacahué y pipas”. “Hay chicles, caramelos, regaliz, oiga”. 



Durante más de cuarenta años ejerció un oficio en el que llegó a jubilarse, allá por el año 2005. Empezó con una cesta de mimbre colgada en el antebrazo, dejándose las suelas de los zapatos por parques y plazas, tostándose al sol en los largos veranos en los que recorría todas las playas en interminables maratones que se prolongaban hasta que se hacía de noche.



Cuando progresó invirtió parte de sus ganancias en una carrillo de madera de tres ruedas con el que fue consolidando su empresa sin temor a que los tiempos fueran cambiando. Era un hombre feliz en su oficio porque se sentía libre. No supo nunca lo que era obedecer a un jefe y el horario lo acortaba y lo estiraba él mismo según las ventas del día. 



En los domingos de verano lo veíamos bajar con el carro por la calle de la Reina a media mañana, con su cargamento de género, su banqueta portátil y la cesta donde llevaba el almuerzo. Eran días enteros en la playa, desde las Almadrabillas hasta la boca del río, hasta que de noche regresaba agotado, pero feliz por volver con las alforjas llenas. Por las tardes, cuando no tenía que salir a trabajar, se iba al bar de Matías y allí se pasaba las horas con los amigos jugando al dominó.



Francisco Martínez García, el hombre de las pipas, no llevaba un carrillo entre las manos. Aquel artilugio era un supermercado con ruedas. Vendía toda clase de frutos secos y llevaba incorporado un expositor con juguetes para los niños donde te podías encontrar con una remesa de relojes de plástico o con un juego de pistolas de fistones. Los días de diario buscaba las puertas de los colegios y los domingos se iba al Parque en busca de la clientela que bajaba a pasear. Qué ferias aquellas, a finales de los años sesenta, en las que en una semana intensa de trabajo sacaba para vivir varios meses. 



Era la época final de los vendedores ambulantes, cuando el esplendor de los cines y la inagotable vida de las calles proporcionaban el escenario perfecto para que aquellos buhoneros pudieran trabajar. Iban de un lugar a otro sin que nadie los interrumpiera, sin temor a que un policía les requisara la mercancía.



A la puerta de mi colegio llegaba todas las mañanas un viejecillo tirando de otro carro de tres ruedas con un cargamento de caramelos, chicles y regaliz. Tenía los ojos hundidos, tal vez por las hambres pasadas, o quizá por el humo de la colilla  que siempre llevaba en los labios, como si formara parte de su boca. Por dos reales te daba una bola de chicle que sacaba de una urna de cristal con aquellos dedos largos y huesudos, de uñas largas y yemas oscurecidas por el tabaco. 



Había vendedores ambulantes por todas partes: enfrente de los colegios, en las plazas donde jugaban los niños, en las puertas de los cines, en el Parque, por las playas cuando llegaba el verano y los domingos por la tarde aparecían por el estadio de la Falange cada vez que jugaba el Almería. Recuerdo la figura de Fernando Mora, que en sus años de juventud, antes de vender Iguales, vendía pipas en el estadio. Allí dio a conocer su vocación de portero y su gran estilo y técnica para coger las monedas al vuelo desde larga distancia. Antes de que comenzaran los partidos, el espectáculo estaba en la grada, cuando al bueno de Fernando le llovían las monedas desde los trancos más altos y casi sin mirar, alargaba la mano como si fuera Iribar y cazaba la moneda con precisión matemática, ganándose el aplauso del respetable. 


Los vendedores de pipas y caramelos estaban por todas partes. Había puestos hasta en los portales de las casas. En el caserón de la Plaza Granero, María, la portera,  vendía chucherías y tabaco suelto, lo justo para poder sobrevivir durante un par de días.


En la Plaza Romero vivía Sacramento, la vieja que vendía golosinas y petardos. El lugar era una cochera antigua de caballos con un aspecto siniestro, que nada tenía que envidiar a los ambientes más sórdidos de las novelas de Dickens.


La vieja se pasaba el día metida en aquel cuartucho oscuro, alumbrado por un miserable quinqué. Allí, sentada en una mecedora, esperaba a que llegaran los niños después del colegio. Vestía siempre de negro. Parecía que el color también lo tenía metido en el alma porque jamás se le escapaba una sonrisa, renegaba por todo y no se fiaba ni de su sombra. 



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