La conocí hace doce años. Una mañana me llamó por teléfono al trabajo para decirme que quería contarme su historia. No era una historia más, era la historia que marcó su vida como un sello grabado a fuego en el alma. Quería compartir un viejo amor que llevaba clavado en lo más hondo, un amor imposible que ella había alentado a lo largo de su vida con tanta intensidad que incluso al final del camino, cuando ya la muerte la rondaba, mantenía la esperanza de hacerlo realidad.
Nunca conocí a una mujer como aquella anciana que seguía enamorada de un recuerdo. En un estuche de madera de los que tenían espejo interior y una llave para poner a salvo los secretos, María conservaba las viejas cartas de amor que el tiempo no había podido borrar. Escondían frases llenas de esperanza, promesas que no llegaron a cumplirse y que se fueron mantenido intactas en su corazón. El suyo fue un amor imposible que permaneció anclado en un rincón de su imaginación, resguardado de los naufragios de los amores consumados.
De vez en cuando, abría el estuche, acariciaba con los dedos las hojas amarillentas donde él le declaraba sus intenciones y volvía a leer aquellas frases cargadas de ingenuidad y respeto que llenaron de ilusión sus años de adolescencia. De aquella relación frustrada habían pasado setenta y cinco años y desde entonces, María no había vuelto a saber nada de su amor. En aquel otoño de 2008, cuando la conocí, estaba a punto de cumplir noventa y cuatro años, y seguía soñando con él.
María García López confiaba en que un día alguien le pudiera dar una pista sobre el único novio que había tenido. Contaba que se llamaba Luis Jesús García y se conocieron en 1930, cuando ella tenía dieciséis años. Fue una coincidencia, un encuentro casual que marcó su vida. Su tío, Antonio López Rivas, organizó en el cortijo donde María vivía junto a sus padres, en lo que hoy es Plaza del Quemadero, una fiesta para celebrar que su hijo había aprobado unas oposiciones. Entre los invitados estaba el joven Luis Jesús García, que era compañero musical del tío de María. Ambos formaban parte de la orquesta del Teatro Cervantes.
Aquella velada en el cortijo del Quemadero resultó inolvidable. Acudieron invitados de toda la ciudad y el jardín se iluminó con luces de todos los colores. María, que destacaba tanto por su sencilla belleza como por su timidez, iba andando por el jardín junto a una amiga cuando de pronto se encontró con Luis Jesús, que se había quedado quieto mirándola fijamente. Los compañeros, ante su actitud, le dijeron que porqué la miraba tanto, ¿es que te gusta?, le preguntaron, y él contestó; “Me gusta de la cabeza a los pies”. Una hora después, él se había convertido en el centro de atención de la fiesta, sentando al piano tocando melodías de la época, mientras ella lo miraba con admiración. Así pasaron la primera noche, mirándose, sin intercambiar una sola palabra.
Dos días después del primer encuentro, María volvió a tener noticias de Luis Jesús. Ella deambulaba por el jardín buscando la sombra de un árbol cuando vio a un joven acercarse a la verja. Él se presentó: “Soy Pepe Sánchez de la Higuera, amigo de Luis Jesús, y vengo a traerle una carta suya”. En presencia del amigo, María abrió el sobre y leyó el contenido: “Le ruego que me conceda una entrevista. Quisiera hablar con usted el día y en el lugar donde me diga”. María no tuvo fuerzas para contestarle y el amigo tuvo que regresar sin respuesta. Pero el destino quiso que una semana después ambos se encontraran por la calle y mantuvieran por primera vez una conversación. Ella le explicó las dificultades que tenía para poder salir porque su padre era muy estricto, pero que todas las noches, después de cenar, solía dar una vuelta con una amiga por el Camino de Marín, junto a su finca. Ese fue su lugar de encuentro durante semanas hasta que su padre los descubrió y la castigó a no salir.
Luis Jesús le escribía todos los días a escondidas y ella le contestaba con cartas que una de las muchachas que servían en su casa llevaba personalmente a la oficina del Banco Español de Crédito, donde él trabajaba. Un día María dejó de escribirle, no por falta de ganas, sino por la presión familiar que se oponía a su noviazgo. Cansado de no encontrar respuestas, Luis Jesús le mandó el último mensaje anunciando que ante la falta de noticias, él desistía de su empeño.
María García López vivió para siempre con el recuerdo de aquellos meses de amor. Confesaba que nunca dejó de quererlo, que tuvo muchos pretendientes, pero ninguno como Luis Jesús, aquel músico apuesto de la orquesta del Teatro Cervantes al que aún, a pesar de la muerte, sigue esperando.
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