El Barrio Alto es el único sitio de la ciudad donde aún se puede comprar un saco de diez kilos de patatas por dos euros. Lo venden en Las Cuñadas, una suerte de colmado con una maravillosa fachada color escarlata como de otro tiempo, que es uno de los pocos reductos de vida comercial de la calle Real.
A su lado, están los cascotes de la calle El Cairo, que se podría llamar Sarajevo, que es como una premonición de lo que uno se va encontrar en esa proletaria colmena de veinte hectáreas derramada como un huevo frito entre La Rambla y Carretera de Ronda: palomas triscando hierba entre casas derruidas y matorrales, solares abandonados esperando un PERI que nunca llega donde se esparcen colañas y retretes de los que se borró la huella del amo; el barrio es como un capítulo más de un libro de Proust en esta Almería de tiempos perdidos.
Ayer lucía el sol sobre el Barrio Alto, sobre aquellas calles de fango en las que Juan Rojas aprendió a regatear. Y el buen día lo aprovechaban los clientes del Asador Los Domínguez viendo la vida pasar en unas mesitas de latón bajo las viviendas de la Delegación Nacional de Sindicatos de 1959. Por allí barruntaba a esa hora menestral del mediodía un carrito de afilaor con botes de hojalata metiendo ruido, mientras unos albañiles hacían reformas en las casas de los pintores de la calle Acequieros, en donde nadie debe tener secadora a tenor de toda la ropa tendida en las ventanas.
Allí estaban los restos arqueológicos rotulados de la Droguería Pomares que hace un mundo que cerró y un taller mecánico junto a un club de yoga y un grupo de vecinos hacía cola en el despacho de vinos de la bodega Sánchez, al lado de la Peña Sevillista y una pintada en una pared que dice "Chato, te vas a enterar".
Es el Alto un barrio sumergido en el tiempo, en donde parece que nunca pasa nada, del que muchos se fueron en los años 70, pero donde otros muchos han llegado para ocupar esas viviendas obreras que huelen a olla de berza en donde vive gente que intenta salir adelante. Los barrioalteros -más de 6.000 según el último censo- habitan uno de los últimos barrios almerienses de verdad, sin trampa ni cartón, un barrio de la tercería vía, de la tercera Almería, sin el tecnicismo del Centro, sin la leyenda de La Chanca, sin el confort de la Vega. Allí no llegó Siquier ni Goytisolo, ni le dio por ir a Perceval ni a Valente. Son sus oriundos como ‘el Feico’ del poema de Sotomayor, que nadie los quiere porque no son guapos; son como un vaticano laico y asalariado dentro de Almería, como una ciudad estado, como una Gibraltar de secano y sin monos, donde solo llegaba hasta hace poco la cabra del húngaro bailando al son de una trompeta. Y uno tiene la impresión, por eso, merodeando por allí, de que al puchero del Barrio Alto no le han echado aún toda la carne que le adeudan.
Esta semana, el Gobierno Municipal de la Plaza Vieja ha aprobado los proyectos de demolición y urbanización de otro perímetro de sus calles más deprimidas y raudo y veloz -como es él- ha aparecido también estos días el concejal naranja Cazorla para hacer una auditoría del lugar. La calle Pancho es uno de esos espacios de la memoria, donde la pala entrará en breve, como antes lo hizo en la calle Campana. Allí quedan los restos de la Asociación de Vecinos La Paciencia y El Planeta; allí sobrevive la imprenta de Manuel Felices por la que pasa a esa hora Liberio, el presidente de la Asociación El Centimillo, quien rememora la vinculación futbolera del barrio con el Plus Ultra y suelta en un segundo dos o tres chispazos que retratan un tiempo. “Me acuerdo de la fábrica de caramelos, del Monumental claro, de la verbenas, ¿de Miguel el Cojo que hacía guitarras con palosanto? no, de ese no me acuerdo".
De la recuperación del Barrio Alto, alfoz de la ciudad extramuros surgido en el siglo XVIII según el Padre Tapia, se viene hablando desde que Massiel ganó Eurovisión, justo cuando muchos de sus vecinos de toda la vida principiaron un éxodo hacia la ciudad vertical de Enrique Alemán cuyo cemento empezaba a fraguarse.
El barrio sigue siendo chato, horizontal, con casas de puerta y ventana y mantiene un tipismo entrañable a su manera, en hogares humildes en los que aún almuerzan con la puerta abierta, en cuyas paredes cuelgan jaulas de canarios, en los que ponen el puchero en el centro de la mesa sobre un mantel de hule.
Aún quedan los vestigios en una casita de la calle Real de la antigua confitería La Giralda del inolvidable Antonio Pérez Yglesias y todo lo que evocan aquellas 'medias lunas' de merengue que eran como un narcótico en las tardes lentas de domingo. Ahí está la Safa como arquitectura mágica que vertebra ese ensanche, sobre lo que fue el Hogar de José Antonio. Y cuando el paseante habla con la gente con la que se tropieza en la Plaza Mula o en la calle Verbena o Molino y les pregunta de qué se acuerdan de la vida en el barrio, brota un torbellino de imágenes que se resisten a desaparecer como las peñas que se formaban en el legendario bar Texas, como los vendedores de Cañadú en el badén de la Rambla o las películas de serie B en la Terraza Oriente de Miguel García Bretones, las tómbolas y las procesiones de San José Artesano, las partidas en la bodeguilla de Los Siete Días, las clases de costura con Loli Treyo, la zapatería de Tomás, la carbonería de Isabel, Paca la Sillera que vendía golosinas, los ensayos de música de Los Meles en el Club Parroquial, la remembranza de ver por esas calles a Juanico el de Alhama, el mismo que luego fue Juan Asensio o aquel Adolfo vendiendo chambi o a Fernando Mañas, que luego fue conserje en el Casino, pregonando sus garrapiñadas o la estampa de los trabajadores del almacén de espartos de Enrique Rull o la de la regadora expulsando el agua o la del panadero Ledesma que fue gran jugador de frontón.
Tenía fama ese barrio de tener buenas amas de cría como Francisca de Haro, que tanta leche dio de su teta a niños ricos de Almería, igual que la tenía de distrito revolucionario: en la calle San José obrero tuvo su primera sede el Partido Comunista de Almería, fundado por Justiniano Bravo, donde imprimían el periódico El Bolchevique. Sin embargo, hay algo en esa pequeña ciudadela que hace sospechar que le queda solo un soplo de vida, a pesar de que allí no parece haber llegado aún la especulación, ni de que nunca se ha rodado una película de Sean Connery, ni de que Lennon le compusiera una canción.
El Barrio Alto no tiene poso de leyenda para los almerienses ni tiene juglares que le hayan cantado, es como si no estuviera, excepto para los barrioalteros, para los que nunca ha dejado de estar, aunque muchos se fueran marchando. Así lo resume Agustín Belmonte, uno de ellos, tomando prestada la letra de Paul Anka: “Ahora sé que allí fui feliz”.
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