Volaba y volaba la cigüeña por nuestros tejados infantiles para traernos el cuento de los niños que venían de París. En algunas casas la cigüeña echaba horas extras como si estuviera empleada a jornada completa y sus milagros se repetían cada año de forma prodigiosa. Los niños, con la intuición que nos daba la edad, presagiábamos la llegada de la cigüeña cada vez que a una vecina le engordaba solo la barriga. Cuando parecía que iba a explotar, nos pasábamos las horas muertas en los ‘terraos’ a ver si veíamos aparecer a aquella ave zancuda con el niño colgado del pico.
Un día, perdimos la ilusión de la cigüeña cuando descubrimos a dos perros enganchados en la calle, como habíamos perdido la esperanza de los Reyes Magos de Oriente cuando sorprendimos a nuestros padres colocando los juguetes.
Veíamos a los perros enganchados , con la lengua fuera y babeando y ya teníamos la mosca detrás de la oreja. Nuestros peores augurios se confirmaban el día que algún niño mayor que nosotros, de los que sabían Latín, nos abría los ojos y nos explicaba que lo de la cigüeña era un timo, que los hijos venían de un hombre y de una mujer cuando se ponían a jugar de forma parecida a como lo hacían los perrillos que veíamos medio dislocados por la calle.
Así fuimos aprendiendo la asignatura de educación sexual, con la calle como paraninfo y con los niños mayores haciendo de auténticos catedráticos. Estoy convencido de que tenían que ser muy buenos maestros porque conseguían despertar nuestro interés de tal forma que estudiábamos las lecciones sexuales con entusiasmo, como nunca lo hicimos con el libro de historia o con las matemáticas, motivados sin duda por el placer de lo prohibido.
Estudiábamos sin pereza y hasta utilizábamos el moderno método pedagógico de la puesta en común cuando teníamos que compartir una revista para ocho. Estudiábamos a todas horas y en cualquier sitio, en la intimidad del dormitorio, en el rellano de las escaleras y hasta en la penumbra de un retrete donde a veces solíamos encerrarnos a repasar la lección por si todavía no la teníamos bien aprendida. De tanto estudiar, a veces terminábamos con ojeras, con mala cara, como si acabáramos de pasar una gripe.
Todos los conceptos relacionados con la sexualidad los íbamos adquiriendo en la calle y a escondidas, porque en nuestras casas nos decían aquello de “niño, el pito no se toca que te pones malo”, y en la parroquia, el señor cura se encargaba de recordarnos los tenebrosos caminos que conducían a la ceguera y a las fatídicas llamas donde desembocaba el pecado.
El que más empeño ponía en quitarnos de la cabeza los malos pensamientos era don Juan López, el eterno sacerdote de la Catedral, la segunda voz de nuestra conciencia. Era tan estricto que llevaba la cuenta de nuestras ausencias y cuando te cogía por banda te preguntaba: ¿Dónde te metes que no vienes ni los domingos? Y mientras te hacía la pregunta te cogía de la patilla y empezaba a tirar de ella con tanta fe que te la transmitía con tal fuerza que en esos momentos uno se acordaba de todos sus dioses. ¿Y lo que sabía aquel santo varón? Una vez, cuando yo tenía one años, al terminar de confesarme me dijo la temida frase: “como sigas así te vas a quedar ciego. Treinta años después, el día que me estaban graduando la vista por primera vez, me acordé del cura Juan y me dije: “igual llevaba razón el canónigo”.
En las casas no se hablaba nunca de sexualidad, era un tema tabú. Si alguna muchacha del barrio se iba con el novio y aparecía embarazada se contaba en voz baja para que no lo escucharan los niños. Cuando por las noches nos reuníamos alrededor de la mesa de camilla a ver la película, si de pronto aparecían dos rombos en la parte superior de la pantalla ya sabíamos que teníamos que acostarnos, porque aquello de los besos y de los muslos medio desnudos no estaba hecho para nosotros, que éramos almas inocentes.
Pero toda nuestra inocencia se derrumbaba como una baraja de naipes cuando en la calle nos juntábamos con las malas compañías y nos enseñaban que el pecado formaba parte de nuestra esencia con la misma fuerza que la virtud. Uno podía y debía de ser un santo en su casa, pero en la calle disfrutábamos del privilegio de aprender todo lo que no debíamos. Era tanto el interés que poníamos en el aprendizaje que no tardábamos en convertirnos en maestros de sexualidad y en catedráticos de pellejería, una palabra que se utilizaba mucho en Almería. Ser un pellejero te daba un matiz distinto al de ser un golfo o un mal educado. La pellejería te daba galones en la pandilla y te consagraba como un auténtico libertino, instruido en aquel erotismo de manos sucias y revistas gastadas que fue la moda de un tiempo.
Fuimos dando pasos hacia la adolescencia sin otra información sexual que la que nos contaban los amigos de la calle y la que descubríamos en las revistas y en aquellas primeras películas de destape que veíamos sin permiso en las oscuras sesiones dobles del antiguo cine Monumental, en cuyo tejado, cada primavera, anidaba una cigüeña.
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