Eran los felices años veinte. Atrás habían quedado la secuelas de la gran guerra y todavía estaban por llegar los primeros síntomas de la depresión de 1929. Era un tiempo de cambios, de una nueva forma de entender la vida donde el ocio empezaba a tener un papel preponderante en la sociedad.
En aquellos tiempos, el negocio minero y el de la exportación de uva seguían siendo los motores principales de nuestra economía, aunque desde los sectores más avanzados de la sociedad local se empeza a apuntar a la necesidad de impulsar el turismo como una fuerza imparable de progreso.
Teníamos el clima que no tenía nadie, con el sol como compañero de camino hasta en los meses más duros del invierno. Teníamos playas por descubrir y rincones vírgenes a lo largo de toda la provincia.
Teníamos la matería prima, pero faltaban recursos logísticos. El agua potable no había llegado todavía a todos los rincones y en la ciudad no sabíamos lo que era el alcantarillado. Faltaban hoteles modernos que sustituyeran a las viejas fondas de otro siglo y faltaban cafés al estilo europeo, de los que reclamaban las nuevas corrientes del turismo. Faltaba infraestructura y sobraban mendigos por las calles y en las puertas de las iglesias.
Como símbolos de la nueva forma de entender el tiempo libre habían florecido en nuestras playas dos grandes balnearios que nada tenían que envidiarle, al menos en cuanto a la extensión de sus instalaciones, a los más famosos de la costa mediterránea.
Desde el verano de 1927, Almería contaba con dos balnearios que competían a pocos metros de distancia. En la playa de las Almadrabillas, pegado a la ciudad, estaba el Diana, el heredero de los muy antiguos baños de ‘el Recreo’, que había dominado el sector en solitario hasta que le llegó la competencia.
El Diana destacaba por su pórtico de estilo dórico que daba acceso a un amplio salón de baile de treinta por diez metros de longitud. Tenía una sala de baños calientes con veinte habitaciones con pilas, tocador y ventanales de cristales policromados para evitar la tentación de los mirones, que siempre estaban al acecho. Contaba con medio centenar de casetas de madera para los baños fríos y un cobertizo al aire libre para disfrutar del aire marino, con una zona de columpios para los niños. Disponía de un servicio de restaurante y de una parada para los carruajes que transportaban a la clientela.
Al histórico balneario de la familia Jover le salió un duro adversario en aquel verano de 1927, cuando el abogado Miguel Naveros convirtió su finca del Tagarete, en el camino que iba al Zapillo, en un gran complejo veraniego. Los dos tenían en común el tener que sobrevivir a pocos metros de dos embarcaderos de mineral, con los consiguientes quebrandos que la actividad les causaba.
El balneario de San Miguel tenía treinta y cuatro casas de cemento para baños, un salón general para señoras, dos terrazas cubiertas frente a la playa de ciento cincuenta metros de longitud por siete de anchura, una zona destinada a baños calientes un restaurante y motores potentes para la elevación del agua potable. Además, como le sobraba terreno, tenía en proyecto la construcción de un campo de tenis, un campo de fútbol y una piscina.
Los dos balnearios pregonaban sus encantos por toda la ciudad y por la provincia, buscando clientes. Por los principales cafés pasaban a diario los carteles publicitarios que anunciaban sus servicios de restaurante y sus bailes de sociedad y hasta competían por tener a su disposición a los mejores cocheros del momento.
En las noches de verano los balnearios organizaban las mejores verbenas a las que acudía lo más granado de la sociedad almeriense. Aquel esplendor, aquella rivalidad, no duró demasiado. Los convulsos años treinta, con la crisis económica y después la Guerra Civil, minaron para siempre las esperanzas de sus propietarios.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/203845/la-rivalidad-de-los-dos-balnearios