La cuestión este martes a las seis de la tarde en el centro de Almería era: “Y ahora qué”. La ciudad nocturna y vocinglera, de terrazas y veladores, de ver la vida pasar tomando un café o una horchata, se tenía que poner el pijama, como un escolar lo hacía cuando salía Cocoliso en la tele lavándose los dientes; la pregunta ayer, pues, era, entre los transeúntes, entre los camareros y dependientes del comercio, entre los clientes de bares y zapaterías: “Y ahora qué". A las seis de la tarde, a la hora de una merienda en La Dulce Alianza, Almería echaba el cierre. Y para qué, si no se podía ir a un restaurante ni a un museo, ni al gimnasio, ni al cine, ni a comulgar a Santiago o a San Sebastián. Bueno, ahí sí, hasta las ocho.
Nunca antes se había convertido Almería tan temprano en una ciudad fantasma como ayer -y lo que queda hasta el día 23- con gente vagando errante a las 18.30, cuando se acababan de ir los claros del días, como si fueran las 2 de la mañana.
Era ayer el paisaje de una Almería convertida en Bruselas a golpe de BOJA, en una cuartelera ciudad centroeuropea más, de esas que cena a las siete y se acuesta a las nueve, justo cuando aquí las señoras y los señores salen del brazo a tomarse el bollo y a esperar al nieto que termine la academia, justo cuando los funcionarios inician su clase diaria de pilates o de zumba en el Ego.
Era la Plaza de la Catedral ayer tarde como un cementerio de mármol y dentro de la seo se escuchaban novenas en una de las capillas “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores. . .” como si se estuviese rezando una letanía para evitar el fin del mundo. Juan, de la Librería Pastoral, que puede abrir hasta las 9, reconocía que “da yuyu” con tanto silencio. Serafín el peluquero alistaba a las seis menos un minuto a su último cliente en Eduardo Pérez. “Me han dicho que tengo que cerrar, que ya no soy esencial, esta mañana sí”. Sí lo es la farmacia de Las Cuatro Calles, que seguía abierta, aunque sin clientela, justo en el momento en que tres policías motorizados rondaban el barrio para que todo se hiciera como está escrito en las tablas de ley.
En la Plaza Marqués de Heredia, el Colón aparecía cerrado y La Cava -ahora Teatro- recogiendo mesas y sillas y apurando a un último cliente, solitario como un Robinson Crusoe.
El Paseo entero era un cierra que te cierra, un corre que te corre, un baja que te baja la persiana, como Manuela y Maria del Mar, de la zapatería Parriego, como Luis de Cortefiel. La Joyería León ni siquiera abrió por la tarde. Dos señoras muy serias -Lola y Josefina- Paseo abajo, como Juan Torrijos, acababan de comprar unos cuadros y posaban para una foto. ¿Es que vamos a salir en televisión? preguntaban ya más risueñas: todo el mundo que camina malhumorado por el Paseo, en el fondo lleva dentro una sonrisa.
Dueños y señores feudales de la gran arteria del centro de Almería eran los trabajadores de Nila -el encargado Salmerón, Rafael y Sergio- con sus chalecos fosforitos, dirigiendo las maquina aplanadora. “Mañana sí acabaremos a las seis, hoy no”. La perfumería Druni cerraba con rabia y a su lado, Carrefour Express se veía con las cajas a tope como en los mejores tiempos del confinamiento primaveral, cuando, ilusos, aún creíamos que esto eran cuatro días. Manuel, el vendedor de los cupones, decía en su tenderete: "Tengo orden de mi empresas de estar hasta las siete y media, pero si la policía me echa me voy y ya está".
Las pastelerías seguían abiertas como tiendas de alimentación, despachando roscos y tocinillos de cielo, pero no café. El Coimbra con sus sillas y mesas recogidas y apiladas como champiñones sobre la acera. Colas de coches desde la calle Las Tiendas a Regocijos, como Las Lomas al terminar uno de aquellos partidos en el Franco Navarro. Pitidos y más pitidos a las seis de la tarde, como si todo el mundo tuviese de pronto prisa a las seis de la tarde. Sonaba la sirena del camión de bomberos y Antonio Carreño el del Kiosco Amalia se alejaba deprisa no se sabe por qué. Begoña de Velefique, una de sus camareras, se preguntaba con todo el negocio recogido ya a las seis y cinco: “Y ahora qué hacemos”.
La calle Las Tiendas estaba más silenciosa que nunca, con los dependientes arreglando por dentro los escaparate de Mena y los maniquíes mirando de soslayo a los escasos caminantes como diciendo “a nosotros también nos confinan”.
Juanjo el de la droguería, un negocio más antiguo que la Alcazaba, salía a la puerta contrariado: “yo puedo abrir hasta las nueve porque vendo productos de higiene y limpieza, pero estoy aquí ya más solo que la una”. Es el efecto dominó de este decreto de la seis, que aunque algunos puedan abrir, al final todas las fichas caen.
A las siete de la tarde, Almería ya era del todo una ciudad espectral, llena de sombras, apesadumbrada como una Inés del alma mía, aunque se veían grupos de chiquillos en la Plaza de las Flores rodeando a John Lennon. Mari Carmen Orta, la dueña del Once de Septiembre, contaba que “a una mujer despistada que no se había enterado del nuevo horario la hemos tenido casi que levantar de la silla con el croissant en la boca”.
Algunas tiendas no cerraron al mediodía
Para neutralizar el tajo al horario vespertino, algunos comercios del centro han optado por probar a no cerrar a mediodía. Es el caso de Trini Villegas, de Calzados Plaza Suizos y presidenta de Alcentro. “Me he turnado con mi hijo para ir a comer y hemos tenido más gente de 2 a 4 que de 4 a 6. Lo que nos perjudica también es que no puedan venir clientes de los pueblos”.
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