Recuerdo, allá por los primeros años setenta, la impresión que me dejaba en los sentidos pasar por la puerta de la fábrica de pan del Tagarete cuando con los niños de mi barrio veníamos de vuelta del estadio. Dos o tres calles antes de llegar a la panificadora, te atrapaba ese olor envolvente del pan recién hecho, que en aquellos tiempos le daba vida y humanizaba un barrio que estaba en formación, que iba creciendo a pasos agigantados entre la vega y las vías del tren.
Cuando a mediados de los años sesenta el empresario Fernando Ferrer Rueda abrió una pequeña fábrica de pan en terrenos del Tagarete, al final de la calle Jaén, haciendo esquina con la actual calle Ferrocarril, la zona era todavía un barrio en formación, un trozo de ciudad que crecía a fuerza de ir robándole terreno a la Vega.
Las casas con jardín y corral que se construyeron después de la guerra civil, cerca de la Carretera de Sierra Alhamilla, contrastaban con los grandes bloques de pisos que la política social del Franquismo había levantado junto al Estadio de La Falange.
Aquel arrabal era un terreno propicio para emprender un negocio, para empezar de cero, como empezaba toda esa gente que llegaba para colonizar las 500 Viviendas y el Tagarete, casi todos procedentes de los suburbios de la ciudad; la mayoría venían huyendo de la pobreza y eran víctimas de las últimas inundaciones que habían dejado sin casa a cientos de familias, porque en Almería no había tormenta que nos dejara alguna tragedia.
En 1966, la panadería del señor Ferrer se convirtió en un ambicioso proyecto que fue bautizado con el nombre de Panificadora Mediterránea. Para crearlo contó con la colaboración de dos empresarios panaderos que habían trabajado juntos en Marruecos, Manuel Gamero y Antonio Marín, que formaron una sociedad a la que se unió, años después, Antonio Herreros Monzó, administrativo de la Delegación Provincial de Hacienda.
La nueva empresa aportó técnicas francesas en la elaboración del pan de Viena, pan regio y pan de molde, así como modernas formas en la fabricación de bollería y un eficaz sistema de distribución que llevó sus productos por todos los barrios de la ciudad.
Fue una de las primeras industrias que se instalaron en esa zona de expansión, junto a Frigoríficos Almería, la cooperativa Harispan y los talleres de Hierros Plaza, que aparecían desperdigados en aquellos descampados interminables que se extendían entre las vías del tren y la zona de la playa.
La Panificadora Mediterránea fue, además, una academia de jóvenes panaderos que aprendieron allí el oficio. Nombres como los de los maestros de pala Antonio Zamora, Pepe y Paquito el de Los Molinos, los oficiales Carmelo el de Pescadería, Braulio, José el molinero y Rafael el de Guadix, forman parte de la historia de la fábrica.
La profesión de panadero siempre tuvo el inconveniente del horario, La jornada empezaba por la tarde. Antes de que se hiciera de noche, llegaban los panaderos a la fábrica, iniciando un trabajo intenso que no terminaba hasta las cinco de la mañana. Si uno pasaba de madrugada por la puerta, era habitual encontrarse con la estampa de aquellos trabajadores, envueltos en una niebla de harina, fumándose un cigarro al aire libre en un momento de descanso.
Antes de que amaneciera, ya estaban los repartidores haciendo cola delante de la puerta, dispuestos para llevar el pan recién hecho por las panaderías de la ciudad. A las seis, abría el despacho de la propia Panificadora y las calles se iban despertando con ese olor cálido del pan recién hecho, que durante décadas se convirtió en el perfume de todo un barrio.
Si hubiera que definir cada zona de la ciudad por un aroma, no hay duda de que el Tagarete de los años sesenta llevaba impregnado en sus calles y en sus casas aquel olor a pan que destilaba la fábrica y el del estiércol que salía de los corrales y la vaquerías que sobrevivían en una Vega en retirada. Porque las pequeñas cortijás, los bancales y esa forma de existencia primitiva de los vegueros, siguió existiendo a pesar de que cada mes aparecía un edificio nuevo en la zona y nuevas calles que se iban tragando la Vega.
La panificadora sólo cerraba dos días en Navidad y el Viernes Santo que era obligatorio. Para Nochebuena se hacían tortas de chicharrones y pan de aceite que se agotaba en un par de horas. En Semana Santa amasaban torrijas y rosquillos a base de recetas caseras.
La Panificadora Mediterránea estuvo también ligada desde sus comienzos a la vida del Instituto Masculino. Cuando llegaba la hora del recreo, los estudiantes tomaban el camino de la calle Jaén y ‘asaltaban’ el establecimiento para comprarse una torta de manteca o uno de aquellos chinitos inmensos, que tanto estómagos llenaron a media mañana.
La historia de lo que fue el primitivo edificio de la fábrica de pan del barrio del Tagarete terminó hace trece años, cuando las palas lo echaron abajo en un par de semanas.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/203919/los-maestros-panaderos-del-tagarete