Entre la estación de Almería y el paso a nivel de Gachas Colorás aparecía la caseta del capataz de vías y obras, un pequeño almacén donde se guardaban las herramientas de los operarios que a todas horas tenían que velar por el buen estado de ese tramo de vía próximo a la ciudad.
Después de la guerra, el puesto fue ocupado por Antonio Navea Muriel, al que destinaron a aquel paraje junto a su familia. El lugar tenía el encanto de los rincones alejados del mundo y todos los alicientes de ese universo que rodeaba la vida de los hombres del ferrocarril. Aunque la caseta del capataz estaba a diez minutos de la ciudad, la vega le proporcionaba el misterio de los rincones remotos y esa pincelada de aislamiento que te hacía sentir lejos de todo.
Antonio Navea Muriel tenía a su cargo una brigada de cinco operarios que estaban al cuidado de aquel tramo de vía. Cerca, al lado del que llamaban cortijo de Luisón, aparecía la casa del sobrestante, que era el responsable de la línea ferroviaria, y frente al depósito de máquinas de Renfe, en el callejón de Medina, vivía el capataz de maniobras, que en aquella época era Cristóbal Ramón del Águila.
La caseta de Antonio Navea era mucho más que un puesto al lado de las vías. Allí tenía su casa, una humilde vivienda con una planta baja donde estaba el dormitorio principal, y una luminosa buhardilla que compartían sus cinco hijos. El desahogo de la familia era el patio, un recinto sagrado donde se criban conejos, gallinas, marranos, pavos y un pequeño rebaño de cabras que los niños pastoreaban por aquellos descampados.
El lugar era conocido oficialmente como el puesto del capataz de la Carretera de Monserrat, pero en la zona todo el mundo le decía la caseta del Cortijo Grande, el gran recinto que le daba nombre a toda aquella manzana en medio de la Vega. El Cortijo Grande era una inmensa mansión rodeada de huertos y arboleda que había pertenecido a la familia Vivas Pérez. Después de la guerra donaron el edificio a los Jesuitas, que montaron allí una casa de ejercicios espirituales, regentada por las Siervas de los Pobres. Las monjas también formaban parte de la vida de la caseta, ya que todos los días se acercaban al patio a llenar los cántaros del agua que daba la fuente que abastecía la vivienda del capataz.
A pesar del aislamiento natural de la zona, no faltaba la vida que le daban los cortijos de alrededor y los niños de la barriada de Gachas Colorás, que a todas horas merodeaban por aquellos campos, organizando partidos de fútbol ante la puerta de la antigua cárcel de mujeres, haciendo incursiones hasta la tapia del Matadero, buscando nidos de pájaros por las ramas de los árboles. Lo único que tenían prohibido era jugar en las vías.
Todas las mañanas, aparecía por la casa de la familia Navea un viejo maestro ambulante que iba repartiendo sus lecciones magistrales por algunas viviendas de la barriada. De esta forma, los niños se ahorraban tener que ir todos los días hasta el colegio que estaba en Almería, en una época en la que los habitantes de la vega vivían con la sensación de que la ciudad era un territorio que quedaba muy lejano.
En aquel microcosmos lo podían encontrar todo: el maestro que iba por las casas, la naturaleza en estado puro, la libertad del campo, el placer de vivir sin horarios. Cuando necesitaban alimentos para llenar la despensa, sólo tenían que desplazarse unos metros para llegar a la tienda de Paco ‘el de los quesos’, un bazar donde uno podía adquirir desde onzas de chocolate hasta bobinas de hilo para coser. Era un lugar de referencia, como el bar de Pedro, donde los niños iban a pedir los cacahuetes que entonces se ponían de tapa.
La vida del capataz no era fácil. Su trabajo era duro y no tenía horas ni días festivos. Tenía que estar siempre alerta, pendiente de si las vías sufrían algún daño o si se producía algún descarrilamiento. A veces, la brigada tenía que acudir de noche a arreglar un tramo averiado o trabajar durante horas bajo la lluvia y el frío intenso.
En los quince años que Antonio Navea Muriel pasó al frente de la caseta del Cortijo Grande tuvo que superar algunos momentos complicados profesionalmente, el más delicado, cuando en noviembre de 1945 chocaron dos trenes a tres kilómetros de Gérgal. A las doce y media de la noche del 15 de noviembre, el jefe de la estación de la Fuensanta pidió vía libre al jefe de la estación de Gérgal para dar salida al mercancías conocido como ‘el uvero’. Veinte minutos después de confirmar la autorización, el jefe de Gérgal, de forma incomprensible, le dio salida al tren correo de Madrid que venía con dirección a Almería.
El resultado fue trágico. Los trenes se encontraron a la altura de Alcubillas y el impacto fue brutal, dejando un balance de más de un centenar de muertos. Durante varios días, la brigada de Navea formó parte de los equipos de trabajo que rescataron a los heridos, recogieron a las víctimas y pusieron de nuevo en funcionamiento las vías.
En 1955, Antonio Navea Muriel se jubiló tras cincuenta años de servicio en el ferrocarril. Atrás quedaban los inicios en Atarfe, los años duros de Iznallor, donde le cogió la guerra, donde sufrió el cautiverio; atrás quedaban los tiempos felices que pasó con su familia en la caseta del Cortijo Grande .
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