Ser rebelde formaba parte del camino que debíamos de recorrer cuando íbamos dejando atrás la infancia y las voces adultas nos recordaban una y otra vez que ya no éramos niños, que teníamos que dejar los sueños aparcados y abrazarnos a la realidad con fuerza.
La dura realidad estaba siempre al acecho: a la hora del almuerzo, cuando los padres nos preguntaban qué queríamos ser en la vida; en el instituto, cuando el profesor nos recordaba la necesidad de seguir estudiando o la obligación de buscar un trabajo si no queríamos seguir con los libros. La realidad que tanto nos asfixiaba y de la que procurábamos fugarnos todos los días cuando salíamos a la calle y nos reuníamos con los amigos.
Las pandillas de adolescentes de los años setenta eran una fábrica de rebeldía y cualquier detalle de la vida cotidiana en grupo se convertía en una forma de ser rebelde. Tan rebelde era el que se colaba en una manifestación de las que tanto abundaban en aquel tiempo, como el que se pasaba las horas muertas en un salón de futbolines. Había una rebeldía activa, como era la de los estudiantes que salían al Paseo a pedir una mejor educación y más libertad, y una rebeldía pasiva, como la que se tejía en los billares del Café Colón o en cualquiera de los locales de futbolines que había en todos los barrios, donde además de a jugar, íbamos a perder el tiempo.
Y había pocas actitudes más rebeldes entonces que perder el tiempo o que se nos pasara el arroz, como nos decían en nuestras casas. Nos obligaban a ser hombres de provecho desde que teníamos catorce años y nos agobiaban tanto con los mismos sermones que meterse en una sala de juegos o sentarse en un tranco con los amigos a fumar o a cruzarse de brazos, era una forma auténtica de resistencia.
Había jóvenes más atrevidos que demostraban su rebeldía con actos supremos de libertad como irse de la casa familiar. ‘Irse de casa’ tenía naturaleza de fuga y llegaba a rozar la frontera del delito si el fugado era menor de edad. Recuerdo el impacto que causaba en mi barrio cuando alguien llevaba la noticia de que un muchacho se había ido de su casa. Solía ocurrir que el valiente, el rebelde por antonomasia, se marchaba sin ningún plan, que lo hacía para dar un golpe de rebeldía sobre la mesa del comedor. Se iba con los puesto y la mayoría de las veces aquella escapada acababa en la casa de algún amigo que lo acogía y no duraba más de una noche.
El joven que se atrevía a irse de su casa alcanzaba el grado de héroe en la pandilla. Recuerdo, en aquellos años de la Transición, cuando un amigo del barrio, Luis Pozo, se fue de su casa siguiendo los pasos de una novia que se había echado en el País Vasco. Eran los días más duros de las reivindicaciones políticas y del terrorismo. Unas semanas después, cuando regresó a Almería, nuestro amigo nos parecía otro, como si en vez de quince días hubieran pasado quince años por él. Vestía de forma diferente, se había cortado el pelo de otra manera y traía las alforjas cargadas de un nuevo ideario.
Otra forma de rebeldía era presentarse ante un padre y decirle: “Voy a dejar de estudiar”. En muchas familias de entonces, que un hijo estudiara era una aspiración superior, la que justificaba los sacrificios familiares. Por eso era duro ponerse delante de un padre y decirle que no quería ir más al instituto, que prefería buscarse un trabajo. Algunos de aquellos rebeldes que no querían libros terminaron entre los muros de Campillos, aquel destino de la provincia de Málaga donde iban a parar los estudiantes frustrados.
También había un punto de rebeldía, mezclado con una buena dosis de insensatez, en lo que entonces llamaban ‘llevarse a la novia’. Irse con la novia era una fuga doble y colosal que en muchas ocasiones ya no tenía marcha atrás. Aquellas aventuras, sin pies ni cabeza, terminaban a menudo en matrimonios prematuros que se llevaban por delante la juventud de la pareja.
Había rebeldía en los jóvenes que salían a la calle a pedir libertad desafiando las porras de los policías armadas y hasta en los muchachos que se iban de voluntarios al ejército a ver si encontraban una vocación por el camino.
La droga, en los primeros tiempos, también fue una forma de resistencia, de oponerse a la realidad y a las normas, de escaparse de la presión familiar. Uno podía ser rebelde fumándose un porro con los amigos o tocando con la guitarra las canciones de Víctor Jara o de Paco Ibáñez, que tanta fuerza tenían en aquellos tiempos. Hasta las cancioncillas que se entonaban en la iglesia llegaron a tener su punto de rebeldía cuando todo lo que olía a religión estaba mal visto entre los adolescentes.
La rebeldía formaba parte de aquel tiempo, estaba en el aire y a veces nos dejaba una huella imborrable, como la de aquel primer guantazo que nos llevamos el día que nos atrevimos a contestarle a nuestro padre delante de la familia.
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