La clase del pupitre y del tintero

Era la escuela de las bancas de madera, el catecismo y el libro de Política

Alumnos  de la escuela Graduada de la calle Arráez en los años cincuenta. Eran los años de los pupitres de madera con su agujero para la tinta.
Alumnos de la escuela Graduada de la calle Arráez en los años cincuenta. Eran los años de los pupitres de madera con su agujero para la tinta.
Eduardo de Vicente
01:17 • 27 nov. 2020 / actualizado a las 07:00 • 27 nov. 2020

Aquellos viejos pupitres de madera llevaban marcadas las huellas de los niños que habían pasado por la clase: las iniciales de un nombre, una fecha lejana o la silueta de un corazón con dos letras enamoradas. 



Escarbando en la profundidad de aquellos viejos pupitres un arqueólogo hubiera podido recomponer la historia del colegio. Estaban desgastados de tanto uso y todos conservaban como una reliquia el agujero donde se iba depositando la tinta.



Eran los pupitres de la vieja escuela, de la escuela de la disciplina absoluta, de la incontestable autoridad del maestro, que reinaba como un dios cuando se subía a la tarima con la vara en la mano. Aquellas varas que a veces resultaban tan familiares que se convertían en un elemento más de la clase, tan imprescindible como podía ser la pizarra o el mapa de España. Había maestros que para realzar la importancia de la vara le ponían un nombre y de esta forma la elevaban a un nivel superior. Había niños que para ganarse el favor del maestro le regalaban una vara cuando la vieja ya estaba cansada de tanto pegar. 



Después de la vara, que significaba el castigo físico puro y duro, venía la condena moral que suponía que el maestro le pusiera a un niño unas orejas de burro para coronarlo como el más torpe de la clase. Uno se podía enfrentar con la cabeza bien alta a los palmetazos del maestro, pero se veía impotente para soportar las risas de los demás cuando te colgaban el cartel de tonto o cuando te mandaban ponerte de rodillas en una esquina de la clase. Ese escalafón de castigos se completaba con el encierro en el cuarto de las ratas, que casi siempre era más una amenaza que una realidad, y con el encuentro cara a cara con el director, que era el castigo supremo. Que te llevaran al despacho del director suponía tener que soportar un resumen de todos los castigos anteriores y en muchas ocasiones se completaba con la temida ‘carta a papá’, en la que el colegio informaba a los padres de un mal comportamiento.



Era la escuela de la lección magistral, de los dictados diarios, de la tabla de multiplicar cantada a coro, del ‘Cara al sol’ que los niños entonaban con tan poca fe como aquellas oraciones a María que llenaban las tardes de mayo. En todas las clases, pegada a la pared, había una imagen de la Virgen custodiada por dos jarrones que en primavera se llenaban de flores. Era la escuela del crucifijo en la pared, de la bola del mundo que adornaba la mesa del profesor, de los viejos mapas que se guardaban en el armario, y que de vez en cuando había que desempolvar cuando tocaba estudiar Geografía. 



Era la escuela de la Enciclopedia de Álvarez que encerraba todo lo que un niño de entonces debía saber, la escuela del catecismo, con sus historias increíbles, la escuela del libro de Política. Para aquella generación de niños de los años cincuenta la Política empezaba en la escuela, delante del retrato del Caudillo y de la fotografía de José Antonio que presidían las paredes de las aulas. La Política en el colegio no era una asignatura, sino un recordatorio permanente de las virtudes del Régimen



La Política iba de la mano de la Religión y tenían entonces un denominador común: el miedo. El temor a infringir las estrictas normas que se imponían en el colegio, el miedo a pecar que estaba presente en cada momento y que los maestros estaban obligados a recordarlo para que los niños lo tuvieran siempre en cuenta y vivieran permanentemente con esa doble espada de Damocles encima de sus cabezas. 



Era la escuela del patio del recreo, donde los niños corrían como un rebaño detrás de una pelota de papel mientras se comían el bocadillo. Era la escuela del hombre de los retratos, que todos los años aparecía por el colegio para ganarse unas pesetas y para sacarnos de la monotonía de las lecciones durante una hora. Nos colocaban en la mesa del profesor, con todo el imaginario religioso como telón de fondo, nos peinaban el flequillo y nos pedían que pusiéramos cara de buenos, como si de verdad estuviéramos estudiando. 


Era la escuela del serrín en la puerta cada vez que llovía, de los apagones de luz en cada tormenta, de la inmensa alegría que nos producía quedarnos a oscuras esperando que el fulgor de un rayo iluminara de nuevo la clase. Todo se alborotaba cuando llovía con fuerza y hasta la disciplina del profesor se aplacaba ante la fuerza incontestable de una tormenta.


Era la pesada escuela de las clases de mañana y tarde, cuando en invierno volvías a tu casa casi de noche, sin la esperanza de arrojar la cartera en el sofá y escaparte a la calle. Era la escuela que se relajaba por el mes de diciembre, cuando una semana antes de la Navidad montaban un Belén y se empezaban a cantar los villancicos. Todo se tenía que aprender de memoria, a fuerza de repetir, de cantar a coro, lo mismo la tabla de multiplicar que el Padre Nuestro. Funcionábamos como soldados, con una rectitud que se repetía en gestos tan cotidianos como el levantarse de la banca como resortes cuando venía alguna visita y el maestro nos repetía aquello de “no quiero oir ni a una mosca”.


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