Aquella tarde del mes de diciembre de 1968, las religiosas del Amor de Dios les dijeron a los niños, antes de despedirlos, que al día siguiente vinieran lavados, bien peinados y con los zapatos muy limpios porque iban a recibir la visita de un personaje muy importante, un enviado del Cielo que venía con el encargo de traerles unos regalos.
Fue una mañana de intensas emociones: primero los villancicos que sonaban bajo los muros del colegio y después la llegada de ese ser supremo que al frente de una comitiva de autoridades les traía una furgoneta cargada de obsequios para que comprobaran que el Señor tenía muy presente a los pobres y nunca se olvidaba de ellos.
Sobre las once de la mañana, un alboroto excepcional se extendió por los pasillos. Las monjas corrían de una clase a otra avisando que ya estaba allí, que ya había llegado su excelencia. Las maestras mandaron callar a los niños, que perfectamente alineados, y en fila de a uno, se fueron dirigiendo, clase por clase, hasta el salón habilitado para el reparto.
Entonces apareció una comitiva de hombres trajeados que escoltaba al señor obispo. Don Ángel Suquía entró con decisión en la sala, con ese aire atlético que derrochaba, saludando con gestos de cariño a los alumnos. Lo acompañaba también el párroco de San Roque, don Marino, que iba saludando a los niños por su nombre. Para aquellos niños, la figura del obispo, aquella mañana de Navidad de 1968, encarnaba a los tres Reyes Magos juntos. Ante la mirada de asombro de los chiquillos, don Ángel se elevó a los cielos durante unos minutos y llegó a sentarse de verdad a la diestra de Dios Padre. Que menos podían pensar los niños de aquel señor con sotana y gorro rojo que los colmaba de regalos sin conocerlos de nada. Ellos estaban acostumbrados a ver los juguetes que todos los años colgaba del techo el tendero más famoso del barrio, Pepe Avilés, y soñaban con que el seis de enero les cayera alguno, pero no podían imaginar que un cura les iba a traer el milagro hasta sus mismas clases. Ya lo había dicho don Ángel Suquía durante la misa del Gallo que ese año ofreció en la iglesia de San Roque: “La Navidad tiene que ser también una fiesta de los pobres”, y para hacer realidad lo que predicaba, se volcó a extramuros, en los arrabales más necesitados y con las familias que menos tenían. A finales de 1968, emprendió una visita pastoral a la extensa parroquia de San Roque, que se prolongó durante cuatro meses. Don ängel quiso estar al lado de los desheredados, de la gente del barrio de La Chanca que todavía habitaba las cuevas de los cerros donde aún no habían llegado ni la luz ni el agua y faltaban los alimentos y las medicinas. En la Nochebuena del 68 el Obispo ofició la Misa del Gallo desde el templo de San Roque, donde junto al párroco don Marino Álvarez pronunció un mensaje de Navidad dirigido íntegramente a los pobres. Por esa mismas fechas, visitó a los niños acogidos en las guarderías infantiles de Pescadería, el Alquián, Regiones y el cerro de San Cristóbal. En su recorrido por La Chanca, desde noviembre de 1968 a febrero de 1969, subió por los cerros más empinados y visitó los rincones más recónditos del barrio, buscando siempre a los más necesitados. Le gustaba presentarse ante la cama de los enfermos y reconfortarlos con palabras de ánimo y su mensaje de esperanza. Les agarraba la mano, les tocaba la cara, sin miedo a poder contagiarse de las muchas enfermedades que entonces sufrían los habitantes de las cuevas.
Aquella Navidad, mandó repartir entre los enfermos todos los alimentos que como donativos habían llegado al obispado. Cuando paseaba por las cuestas del barrio, don Angel iba rodeado siempre de niños. Tenía un aura especial que atraía a los más pequeños, y él se dejaba querer: los cogía de la mano, les hablaba con ternura y los escuchaba pacientemente. Fue también el Obispo que visitó el barrio de los Almendricos y las cuevas del cementerio, donde mandó repartir ropa y zapatos entre los niños desnudos, y medicinas entre los enfermos.
Don Angel Suquía Goicoechea tuvo un paso efímero por Almería como era de esperar. En noviembre de 1969 fue nombrado Obispo de Málaga. Cuarenta y cuatro años después de su marcha, todavía los sacerdotes que comenzaron su andadura en aquellos tiempos lo recuerdan como el hombre que a los más jóvenes, a los recien salidos del seminario, los cautivó con su glamur de cura moderno.
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