Cada campo de fútbol, por modesto que fuera, tenía su ambigú. Podía faltarle el agua o no tener gradas ni una torreta de luz decente, pero lo que era imperdonable es que no contara con una buena barra donde uno pudiera apoyarse agarrado a un botellín de cerveza y mirando con ojos de enamorado a un cacho de pan con morcilla.
Había aficionados de ambigú, que no se adaptaban a ver el fútbol sin una cerveza en la mano. Empezaban el partido apoyados en el mostrador y de allí no los movía ni la pareja de la Policía Armada. Desde el ambigú se quejaban del árbitro y se acordaban de la familia del linier; desde el ambigú criticaban la táctica que había puesto en juego el entrenador y adelantaban los cambios que había que hacer en el descanso; desde el ambigú festejaban los goles, pidiendo otra ronda al camarero, y desde el ambigú digerían mejor el mal rato después de una derrota.
Cada campo de barrio y cada campo de pueblo, tenía su ambigú característico y también su propia aristocracia, personajes que se instalaban en el mostrador como si estuvieran en el salón de su casa. Uno iba al campo del Seminario o al Zapillo y sabía a quién se iba a encontrar apoyado en la barra desde antes de que pitara el árbitro. Uno iba al campo de las Chocillas con la certeza de que allí, detrás de un botellín fresquito, estaba siempre ‘el Pilili’, alegrando la fiesta. Se llamaba Joaquín, pero todo el mundo lo conocía como ‘el Pilili’, un apodo que le colocó su tío Felipe, al que un día le dio por poner motes y rebautizar a todo el Barrio Alto para enfado del párroco de San José, que se alarmaba por lo que él consideraba un atropello al santoral. Desde entonces su nombre real, Joaquín, pasó a un segundo plano, tan remoto que hasta su madre, cuando alguien llamaba por teléfono a la casa preguntando por Joaquín, contestaba que se habían equivocado de número.
El Pilili nació en la calle Salinas, encima de la boca de un refugio de la guerra civil. Es posible que este detalle fuera determinante para forjar su inquebrantable moral de hombre político de izquierdas, de los que se pasaron la Transición organizando manifestaciones, corriendo delante de los grises y gritando libertad por muros y fachadas. Le gustaba recordar que escribió más frases haciendo pintadas por las calles que en los cuadernos de la escuela cuando era niño. Porque al Pilili no le gustaba el colegio, y mucho menos recibir órdenes del maestro. Él era un ‘revolusionario’ desde la cuna y no admitía ningún gesto de superioridad. “Donde esté la lucha estoy yo”, era una de sus frases preferidas. Su lucha fue también la de conseguir un puesto de trabajo en la empresa de limpieza urbana y desde la seguridad que le daba un empleo fijo siguió batallando como un obrero, siempre en su barricada permanente, sin perder jamás ese aire de colega, de tipo ‘enrollao’ y arrabalero que daba la cara por sus amigos y no renunciaba nunca a una cerveza aunque tuviera que compartir la barra con su peor enemigo.
Su vida fue una revolución continua, una guerra contra las injusticias y una batalla diaria, la que mantenía consigo mismo, tan íntima que nadie conoció jamás sus penas ni sus soledades porque siempre llevaba una sonrisa asomándole en la boca.
Cuando al mediodía regresaba a su barrio con la moto después de haber terminado la faena, tardaba más de media hora en llegar porque en el camino iba saludando amigos. Por donde pasaba dejaba una alegría, siempre dispuesto a responder a una broma o a sacarse del bolsillo un chascarrillo con ese toque de golfo de barrio, de adolescente callejero que siempre le acompañó.
Cuando había que ser borde o cuando había que saltarse las normas, siempre era el primero aunque fuera persiguiendo un sueño imposible. “Que la revolución ya se ha pasado de moda”, le decían, y él, con sus ojos pequeños y su sonrisa canalla, contestaba sin perder el buen humor: “Revolusionario siempre, desde que nací y hasta que me muera”. Un día, cuando se disponía a cruzar una calle por el paso de peatones reglamentario, se encontró en el camino con un coche mal estacionado. El Pilili cruzó por el paso de cebra y como si nada ocurriera se subió por encima del coche hasta llegar a la acera. Después miró hacia atrás y dijo levantando el puño: “No hay obstáculos que la lucha obrera no pueda superar”.
Cuando Joaquín el Pilili nos dejó para siempre, no quiso ser uno más en aquel tránsito. Para su último viaje llevaba puesta una boina como la del Ché Guevara, una camiseta de la Pasionaria con la bandera republicana en el pecho y unas gafas oscuras, como si en vez de a morirse fuera a una manifestación.
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