Al dejar atrás la Plaza del Quemadero se abrían los senderos que iban hacia la calera, hacia el Camino de Marín, hacia la Fuentecica y hacia el barrio de la Caridad y la Rambla de Belén. Ocupando la esquina norte de esta encrucijada de caminos, aparecía la hermosa finca de la Deseada, que fue un lugar mágico para los niños del barrio, que cuando llegaba el buen tiempo aprovechaban los descuidos del guarda para saltar la tapia y utilizar la balsa como piscina pública.
Hasta 1963, la Plaza del Quemadero no tuvo mercado estable y en aquel anchurón existía un cañillo de agua que abastecía a medio barrio. Allí iba la gente a llenar los cántaros, y un poco más arriba, a la entrada del Camino de Marín, estaban los pilones de Rosica, el santuario donde las mujeres lavaban la ropa. El cañillo y el lavadero eran puntos de encuentro, como también lo fue el bar del Observatorio, una de aquellas bodegas masculinas donde los hombres dilapidaban el tiempo compartiendo unas botellas de vino, o el kiosco de Antonio, donde vendían los tebeos y los caramelos, y donde los vecinos acudían los viernes a echar la quiniela. En la esquina con la calle de Regocijos aparecía la tienda de Carmen Castillo, que abastecía de carbón y petróleo a aquel distrito.
Al pasar la plaza del Quemadero uno tenía la sensación de que la ciudad empezaba a quedarse muy lejos, sobre todo cuando se llegaba a la Fuentecica y al Camino de Marín, que hasta los años sesenta fueron dos aldeas que se quedaban fuera de los planes de desarrollo municipales. Almería, para las autoridades, terminaba por esa zona en la Plaza del Quemadero, y más al norte sólo había caminos impracticables, senderos de tierra que conducían a un universo de pobreza donde la mayoría de los vecinos seguían viviendo en cuevas, sin luz y sin agua. La Fuentecica era un barrio de grandes contrastes: a la pobreza del lugar y su falta de infraestructuras, se oponía la belleza arrasadora de aquel rincón protegido entre cerros desde donde se podía ver la ciudad derramándose hacia el mar.
Hay una estampa típica del lugar, repetida hasta la saciedad durante lustros: un desfile de mujeres cargadas con sus cántaros, subiendo con paso cansado las empinadas cuestas. En el verano de 1958, ante la sequía que sufría el barrio, pusieron en funcionamiento un nuevo surtidor en el camino que iba al Quemadero. En esa época, a la Fuentecica tampoco había llegado el alumbrado público, aunque había vecinos que tenían luz eléctrica en sus casas. En 1963 un grupo de vecinos denunció en el Ayuntamiento que era “imposible transitar por el barrio de noche”, ya que era un peligro atravesar aquellos caminos tan accidentados que sólo alumbraba la luz de la luna.
Fue en el año 1965 cuando se elaboró el primer proyecto serio para el abastecimiento de agua potable a la Fuentecica y el Camino de Marín, y para la instalación del alumbrado en las calles, dos viejas aspiraciones que empezaron a hacerse realidad cuando en 1968 el constructor Enrique Alemán empezó a levantar los primeros bloques de pisos.
Siguiendo hacia la Rambla de Belén, junto al barrio de la Caridad y escondidos en los recovecos del cerro de las Cruces, aparecían los arrabales del Hoyo de los Coheteros y el Hoyo de las Tres Marías. Hoy apenas quedan vecinos en la zona, pero hubo un tiempo en el que estos dos ‘agujeros’ llegaron a tener la identidad de un barrio.
El Hoyo de los Coheteros formaba un suburbio en el barrio de la Caridad. El nombre le venía de las características físicas del lugar, encajonado entre las extremidades de un cerro, y por los pequeños talleres pirotécnicos que allí se instalaron a principios del siglo pasado. Eran fábricas familiares donde trabajaban artesanos haciendo cohetes y preparando fuegos artificiales para las fiestas.
Como ocurrió en los barrios más deprimidos, después de la guerra hubo un importante movimiento de población en el Hoyo de los Coheteros y en el de las Tres Marías. No quedó una casa libre y las cuevas, donde la gente del barrio se había refugiado en los bombardeos, se habitaron con familias numerosas que hacinadas, compartían aquellos habitáculos.
Entre el Hoyo de los Coheteros y la calle de Coheteros llegaron a vivir más de doscientos vecinos, algunos de ellos personajes muy conocidos en la ciudad como Francisco Amate, el barquillero que recorría las calles con su cesta de mimbre y su ruleta, seguido siempre de un batallón de niños que iban en procesión detrás de aquel cargamento de dulces. En la calle Coheteros vivía Antonio Martín, el chófer del barrio, junto a su mujer Micaela Cruz, que se hicieron célebres por su fecundidad. Tuvieron nueve hijos y los once habitaban una de aquellas humildes viviendas.
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