La Navidad se saboreaba con más intensidad en las vísperas que en la cena de Noche Buena. La Navidad estallaba en los días previos, cuando la vida se desbocaba en las calles como si fuera el último día que nos tocaba vivir. En la tienda de mi padre no teníamos tiempo ni para almorzar y los niños nos pasábamos el día llevando los recados de una casa a otra con la ilusión de llevarnos al bolsillo la recompensa de un duro, que entonces era un botín extraordinario.
En mis recuerdos, la Navidad se resume en las intensas mañanas del 24 de diciembre cuando por mi calle desfilaban familias enteras que venían cargadas de la Plaza. Recuerdo a las mujeres tirando de los pavos recién comprados, como si vinieran de una cacería.
Aquellos días las fuerzas se igualaban y las familias más humildes de la Chanca, de la Joya y del Reducto, cruzaban al otro lado de la frontera y se colaban en el gran supermercado del centro de la ciudad para codearse, de igual a igual, con la alta sociedad. Lo poco que tenían se lo gastaban aquellos días y cuando regresaban a sus barrios iban mostrando con orgullo todo el botín que iban a consumir en esa noche de fiesta. Pasaban con los pavos al hombro, con las gallinas todavía vivas agarradas a una cuerda, con las zambombas y las panderetas que no dejaban de sonar hasta el sol del día siguiente.
Existía todavía la costumbre, sobre todo en los barrios más pobres, que en la víspera de Noche Buena se sacrificaran los animales que se habían estado criando durante meses para la gran cena. Había quien criaba un pavo, un par de gallinas y hasta un choto para tener la mesa completa. Cuando empezaba a hacerse de noche y las calles iban quedándose vacías, el olor de la comida en las lumbres se iba escapando por las ventanas para llenar el ambiente del verdadero espíritu de la Navidad.
Mientras que los más humildes criaban los pavos en los ‘terraos’ las familias más acomodadas se permitían el lujo de que le llevaran a su casa el pavo recién hecho que elaboran con maestría los cocineros del restaurante Imperial.
La víspera de Nochebuena el Imperial cerraba sus puertas y todo el personal del establecimiento se entregaba a la preparación de los exquisitos manjares que llenarían las mesas de muchas familias almerienses. La elaboración artesana de los platos más cotizados como el pavo trufado y el trufado de cerdo, requerían un trabajo intenso en el que participaba todo el equipo de empleados. La víspera era un ajetreo constante, nadie descansaba para que al día siguiente el Imperial pudiera cumplir con la amplia lista de pedidos que le llegaban. Un mes antes de Navidad, las familias ya estaban encargando sus cenas.
Los hermanos Cristóbal y Nicolás Castillo compraban los pavos en la carnicería de Miguel Martín y Lola Borbalán, siempre el mejor producto, carne de primera. Los pavos y los cochinos llegaban vivos al restaurante y allí, en el almacén donde el resto del año elaboraban los churros, improvisaban un gran matadero donde el célebre matarife apodado el ‘Pirulo’ se encargaba de ejecutar a los animales que inmediatamente pasaban a las manos de los maestros Rodrigo, Luis, Francisco Morales, Juan Morillas, Ricardo o de Las Heras, que durante muchos años fueron los grandes cocineros del Imperial. Cada Navidad el restaurante Imperial era un espectáculo por sus suculentos mostradores donde se exhibían las mejores piezas del mercado. La gente se asomaba a las puertas de cristal para ver aquel ejército de alimentos. Cuando a comienzos de los años setenta se inauguró el nuevo comedor, quedó también abierto a disposición del público un amplio escaparate que daba a la Puerta de Purchena donde se amontonaba la gente para contemplar los manjares: pavos, cochinillos, cintas de lomo, calamares rellenos, marisco, perdices, huevo hilado...
El 24 de diciembre se formaban colas delante del escaparate y en el interior del establecimiento a la hora de recoger los encargos. El Imperial tenía también un servicio a domicilio para las familias más pudientes que podían permitirse el lujo de darle una propina al muchacho.
Daba alegría de ver tanta vida alrededor del negocio, del personal que trabajaba intensamente en la elaboración de la comida, de los clientes que con un mes de antelación encargaban sus cenas, de la gente que se asomaba a los cristales del establecimiento con las miradas llenas de ilusión y un gesto de admiración como si estuvieran viendo una obra de arte, de los niños que pegaban la cara al escaparate y se pasaban las horas muertas relamiéndose como si estuvieran saboreando cada uno de los platos con los ojos.
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