La figura del cartero también formaba parte de la Navidad. Recuerdo al cartero de mi barrio rezando para que terminara pronto el mes de diciembre porque le parecía interminable y cada día de trabajo era una jornada agotadora.
Hace cincuenta años casi todos teníamos un familiar muy lejos al que no veríamos en Navidad porque aunque estuviera en Madrid o en Cataluña, las distancias eran mucho más largas que ahora y las posibilidades económicas de la mayoría no permitían los continuos desplazamientos.
Otra señal que nos avisaba de que la Navidad estaba a la vuelta de la esquina era cuando el hombre de Correos llegaba con aquella inmensa cartera de cuero repleta de cartas colgada del hombro. Se iba deteniendo en casi todas las casas, donde era recibido con los brazos abiertos porque las noticias de los familiares en Navidad eran celebradas como si fuera una fiesta.
Ocurría con frecuencia que en la fiesta nunca faltaban las lágrimas. Una tarde, allá por el año de 1970, una vecina de mi calle me llamó para que le leyera la carta que había recibido del hijo que estaba trabajando en Alemania. Ni ella ni su marido sabían leer. Se sentaron alrededor de la mesa de camilla y se quedaron en silencio, mirándome como si les trajera la noticia más importantes de sus vidas. Mientras yo leía la carta del hijo los viejos lloraban y a veces también reían si entre los abrazos llenos de distancia se mezclaba alguna ocurrencia. “Cuidaros mucho y no os empinéis más de la cuenta la botella de anís el Mono”, decía una de las frases de la carta que se me quedaron grabadas para siempre.
Todo el mundo esperaba las noticias navideñas del cartero y las mujeres, que entonces eran las que estaban en las casas, se asomaban a las puertas para ver se llegaba el cartero. Aquel intenso trabajo tenía su recompensa cuando le sacaban un mantecado o le daban el aguinaldo.
El aguinaldo formaba parte de la infraestructura de las navidades antiguas. Era también costumbre que hasta el humilde sereno y el basurero que iba por las casas, aprovechara el clima de ternura de las fiestas para sacarse unos duros de más. Con tal motivo elaboraban sus propios christmas de Navidad y los iban repartiendo de casa en casa.
Había un aguinaldo infantil, el que iban pidiendo los niños de puerta en puerta. Era una tradición, en la tarde de la Nochebuena, que las pandillas infantiles recorrieran las calles del barrio para obtener alguna ganancia. Les deban mantecados, dulces y a veces hasta dinero si se trataba de una familia pudiente.
La costumbre del aguinaldo llegó hasta los años sesenta. Los niños de mi generación, los que vinimos después, apenas la conocimos, entre otras cosas porque el nivel económico de las familias había subido un par de escalones y éramos muchos los que habíamos pasado a formar parte del escalafón de la clase media y ya no necesitábamos que nos regalaran un caramelo o un trozo de turrón porque aquellos tesoros los disfrutábamos cuando queríamos en nuestras casas.
A finales de los años sesenta la Navidad había empezado a cambiar y esta transformación se convirtió en auténtica revolución en los primeros años de la década siguiente, cuando en todas las casas, hasta en las de las familias más humildes, se coló la televisión con su espíritu revolucionario.
La tele fue cambiando el decorado de las navidades. Las tardes del 25 de diciembre, cuando las calles se llenaban de niños que salían a jugar y el Paseo era un río incesante de parejas que iban en busca de los escaparates, se fueron llenando de ausencias. La primera noticia que yo tuve de la soledad fue cuando en la Navidad de 1970 salí de mi casa con la pelota en la mano buscando a mis amigos del barrio y no encontré a nadie. Un silencio extraño llenaba las plazas y los callejones, mientras que del interior de las viviendas se escuchaban las voces de los actores del largometraje que echaban por TVE.
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