No era frecuente que los portadores del Pendón de Castilla repitieran en la ceremonia que cada 26 de diciembre recorría las calles de Almería. El primero que llevó el estandarte después de la Guerra Civil fue el entonces concejal más joven de la corporación, Emilio Jimeno, siendo alcalde Vicente Navarro Gay. En aquel tiempo el desfile llegaba hasta el Paseo y terminaba en la Plaza Vieja donde se cantaban villancicos.
Esta tradición de que fuera el concejal más joven el que llevara el Pendón se rompió durante los tres años siguientes. En 1940 y en 1941 el elegido fue un militar, el teniente coronel Francisco Bardaxi, que tenía el cargo de Comandante Mayor de la Plaza, mientras que en 1942 el portador fue el Teniente Coronel del Regimiento de Infantería 48, José Nogueira Camacho.
El que sí repitió, dejando el record de cuatro pendones seguidos, fue el concejal Diego Alarcón, que llevó la insignia de los Reyes Católicos desde 1943 a 1946. En aquellos tiempos era tradición que el acto lo cerrara el alcalde gritando a todos los almerienses presentes frente a la casa consistorial: “Almería por los Reyes Católicos y por Franco”.
Ningún otro abanderado volvió a repetir llevando el Pendón hasta que en 1955 y en 1956 lo hizo José María Artero García, que a lo largo de su carrera política le tocó el premio del estandarte en tres ocasiones, siendo superado unos años después por Rafael Monterreal Alemán, que llevó el Pendón de Castilla en cuatro ocasiones: 1958, 1959, 1961 y 1962. Entonces era un joven teniente de alcalde que aspiraba a ocupar la máxima responsabilidad en el ayuntamiento, lo que lograría años después, cuando el uno de febrero de 1976 juró su cargo como alcalde. Tenía 47 años de edad, era abogado de profesión y había sido elegido en unos comicios cerrados por quince votos a favor.
La responsabilidad que se le ponía por delante era mucho más complicada que la de llevar el Pendón por las calles cada 26 de diciembre. La Almería de los primeros meses de la Transición, en ese periodo que comenzó unos meses antes de la muerte de Franco, era una ciudad caótica que en muchos aspectos no había progresado casi nada a lo largo de dos décadas.
El primer obsequio que recibió Rafael Monterreal, nada más ocupar su sillón en el ayuntamiento, fue la entrega de un nuevo camión de la basura, un moderno vehículo recolector-compactador que había costado dos millones de pesetas, y había sido adquirido para modernizar la vieja flota de camiones donde se llevaba amontonada la basura por las calles de la ciudad hasta el quemadero oficial que estaba frente al cementerio.
No era cómodo el cargo de alcalde en aquel periodo. Los políticos empezaban a dejar de ser intocables y la aparición de la crítica en los periódicos locales constituía una amenaza diaria que no les permitía relajarse. La Almería que recibió Rafael Monterreal tenía graves deficiencias, entre ellas la del agua potable que llegaba mal y con frecuentes averías. Entonces siempre se culpaba a la sequía cada vez que en los días más duros del verano nos quedábamos sin agua en los grifos y teníamos que levarnos las caras con garrafas de agua de Araoz.
Aquella ciudad, que había ido creciendo de manera desordenada y llevándose por delante a una parte de su historia, lloraba por la falta de camas en Bola Azul, la única residencia sanitaria que teníamos. El deterioro urbanístico ya era irreparable, tras una década construyendo a gusto y capricho del constructor de turno con la tolerancia de los responsables municipales.
La Almería de Monterreal batallaba por dar pasos adelante en medio del retraso general. Uno de ellos era la puesta en marcha de una vez por todas del nuevo Colegio Universitario que hasta el verano de 1976 había estado ubicado en los barracones de la antigua finca de Fischer, junto al Paseo de la Caridad.
En aquellos días salió a la luz un libro del profesor Rafael Puyol Antolín, prestigioso doctor en Geografía, donde hablaba del atraso de nuestra provincia y calificaba a Almería como una de las menos desarrolladas del país. Apenas teníamos industrias y las pocas que había no dejaban de generar problemas: el humo amarillo que despedían las chimeneas del Ingenio, donde se fabricaban productos químicos; el polvo del mineral que dejaban los trenes en Ciudad Jardín y en el Tagarete; la contaminación que se escapaba de las chimeneas de la Térmica; el humo de las Minas de Gádor y el olor de la Celulosa que cuando el viento soplaba de levante nos obligaba a vivir con las ventanas cerradas.
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