La atracción de los caños de agua

Eduardo de Vicente
08:00 • 05 ene. 2021

En casi todos los colegios, en un rincón del patio, aparecía el grifo del agua, a veces adornado con una fuente, donde los niños se agolpaban a la hora del recreo para aliviar la sed. Muchas de aquellas fuentes destilaban un hilo de agua tan escaso que teníamos que hacer presión con un dedo para que el chorro nos  llegara a la boca. Solía ocurrir que en los últimos minutos del recreo, cuando iba a tocar el timbre para la vuelta a clase, la sed se convertía en una necesidad colectiva y se formaban colas tan grandes delante del caño que tenían que intervenir los maestros para poner orden.



Existía el recurso de beber agua en los lavabos de los servicios, pero no tenía el mismo sabor. El olor de los retretes no te invitaba a saborear el líquido elemento de la misma forma que lo hacíamos cuando bebíamos en la fuente del patio con el sudor pegado a la frente después del juego.



Un caño de agua era una invitación a la sed. Si pasábamos por la Puerta de Purchena, a la altura del cañillo, teníamos la costumbre de pararnos para echar un trago, aunque no tuviéramos ganas de beber. Si entrábamos en una confitería y veíamos caer el agua de la fuente de mármol, la buscábamos aunque no tuviéramos sed. Cuando en las tardes de verano terminábamos de jugar, con los cuerpos mojados de sudor y la boca seca, echábamos a correr en busca del grifo más cercano. Los que jugábamos cerca de la Catedral íbamos al patio de los Seises que tenía un buen pilón de piedra. Los niños del Quemadero bebían en el grifo de la plaza y los del Paseo de la Caridad en el surtidor que instalaron a la entrada del Hoyo de los Coheteros.  



En el Barrio Alto era muy popular la fuente que había junto a la Plaza de Béjar y en la zona del muelle la fontana que abastecía a los marineros que trabajaban en el puerto pesquero. Cuando veníamos de la playa con la lengua llena de tierra y el cuerpo cubierto de sal, parábamos en el callejón que había al lado de la estación de servicio de Trino para beber agua del grifo del taller de Zapata. 



Los caños públicos, que tanto atraían a la chiquillería, eran a veces la única forma de abastecimiento que tenían en los barrios más pobres. Hay una estampa que se repetía a diario, la de las mujeres cargadas con los cubos y con aquellos cántaros de barro que hasta hace cincuenta años todavía formaban parte de las casas. Venían de las casas del Barranco del Caballar, de la Hoya, del cerrillo del Hambre, del Quemadero, de la Fuentecica, de las cuestas del cerro de San Cristóbal, cuando el caño de la calle Mirasol salvaba de la sed a todas las casas que ascendían hasta los mismos pies del santo. La historia de toda aquella gente está llena de tortuosos veranos en los que se iba el agua de los caños y tenían que recorrer kilómetros con los cántaros para poder resistir el calor. 



Recuerdo que existía un temor común, un miedo que perjudicaba a todos, a ricos y pobres, a los que vivían por el Paseo y a los vecinos de los arrabales más alejados. Ese mal endémico que casi todos los veranos teníamos que sufrir, coincidiendo casi siempre con los períodos de más calor, nos llegaba cada vez que nos quedábamos sin agua. Cruzamos por los años setenta tratando de hacernos modernos sobre la proa de la Transición y llevando cubos de agua a las cocinas desde alguna fuente próxima o desde la casa de algún vecino que tenía un depósito en  la azotea. Ese día, que a veces se prolongaba algunos más, había que dar varios viajes a la tienda del barrio para llenar con agua de Araoz aquellas primitivas garrafas de plástico que alimentaron nuestras despensas en los días de escasez. 



En julio de 1975, apareció un artículo en el periódico donde se apuntaba que: “El problema del agua en Almería es viejo y casi eterno. Los cortes y ausencias son prolongados últimamente”. Algunas tardes, después de un largo día sin agua, a última hora, cuando se iba el sol, pasaba el camión municipal de la regadora quitando el polvo de las calles. La regadora nunca pasó a gusto de todos y su presencia creaba controversias en la ciudad.  Había barrios que se quejaban amargamente porque el camión del agua no pasaba casi nunca, y otras zonas de la ciudad donde los vecinos denunciaban constantemente la pesadilla de la regadora que mojaba los coches recién lavados y dejaba encharcadas las puertas de las casas. La sensación de sopor se hacía insoportable sin en los momentos sin agua pasaba algún coche de caballos dejando su rastro de boñigas, o uno de aquellos camiones de la basura que iban destapados y nos perfumaban las calles en su lento caminar. Y si además aparecía el vendedor ambulante del pescado dejando sobre el suelo su goteo de agua maloliente, el panorama era desolador.





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