Los rostros de los protagonistas de aquella jornada de exaltación a la dictadura componían el penúltimo gran gesto del Franquismo, en ellos se reflejaba la agonía de un tiempo que se agotaba con la misma fuerza que se iba apagando la vida del Caudillo.
Aquel gran acto político-militar del 28 de marzo de 1974, en el mismo corazón de la ciudad, estuvo rodeado de un aire crepuscular que anunciaba el fin de una etapa a la que trataban de agarrarse los nostálgicos mientras las nuevas generaciones, el nuevo corazón de la gente, caminaban en otra dirección.
Se vivían momentos confusos. La incertidumbre y el miedo se mezclaban con el impulso imparable de ese tiempo nuevo que ya se adivinaba. El asesinato del Presidente del Gobierno, Carrero Blanco, el 20 de diciembre de 1973, había dejado una sensación de desconcierto general que requería de un gran gesto colectivo por parte de las autoridades en señal de fortaleza y de unión. Ese gesto se organizó tres meses después del brutal atentado, aprovechando el treinta y cinco aniversario “de la liberación y de la victoria”.
El entonces Gobernador civil de la provincia de Almería, Joaquín Gías Jové, movió todos los hilos que estaban en su mano para que la ciudad se volcara en un acto de exaltación al régimen. En colaboración con el alcalde, José Luis Pérez-Ugena y con el General Gobernador de la Plaza, Benito Gómez Oliveros, organizó un acontecimiento supremo basado en mostrar a los almerienses que el Franquismo estaba todavía muy vivo y que la patria se sustentaba en la fuerza “inquebrantable” del ejército, que aquella mañana de marzo estaba presente en las calles de Almería para disipar cualquier duda de fragilidad y de ruptura. Hacía muchos años que no desfilaron tantos soldados como aquel 28 de marzo de 1974.
El éxito del acto se basó en el escenario. Se podía haber celebrado en el campamento de Viator o en el cuartel de la Misericordia, como en otras ocasiones, pero la situación política y social que se vivía en aquel momento requería la participación colectiva para que todo el mundo tomara conciencia del mensaje de las autoridades, para conseguirlo no existía otro sitio como el Paseo y la Puerta de Purchena para que Almería comprendiera que aquello iba en serio, que se trataba de mucho más que un desfile.
En la tribuna principal destacaban los gestos serios y rotundos de los protagonistas. Ni una sonrisa, ni una mueca festiva. En los semblantes se reflejaba el momento histórico: eran los últimos coletazos de un régimen político que estaba llegando al final.
Todos los detalles de aquella gran celebración parecían fuera de contexto, como si pertenecieran a un tiempo pasado: los uniformes de los mandos, recargados de condecoraciones que recordaban la guerra; los trajes oscuros de las autoridades que parecían no haber superado la moda de la posguerra; la presencia de la Iglesia reforzando la idea de Dios y Patria y el desfile exagerado de los militares, muchos de los cuales eran soldados de remplazo que al terminar a la ceremonia, esa misma tarde, se vestirían de paisano en el cuarto trastero de algún bar y se refugiarían en la penumbra de alguna discoteca para matar el tiempo y olvidarse de la mili.
Mientras nuestras autoridades nos aseguraban desde la tribuna de la Puerta de Purchena que la continuidad del régimen estaba asegurada, que nuestros más profundos valores no corrían ningún peligro, y que Dios estaba velando por nosotros, otros vientos distintos soplaban por las calles, por las puertas de los institutos y en los recreos de los estudiantes del Colegio Universitario.
Las nuevas generaciones ya no se emocionaban con las marchas militares ni con los desfiles que exhibían la fuerza por el Paseo; la mayoría de los adolescentes se echaban a temblar cuando veían un uniforme y cuando les llegaba el momento de recoger el petate. La era estaba pariendo un corazón como decía la canción de Silvio Rodríguez que acabó convirtiéndose en un himno algunos años después.
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