El último carbonero de Almería

Juan García Cruz tenía once años cuando al acabar la guerra empezó a repartir carbón

Juan García Cruz con su característico bigote y su peinado hacia atrás, cuando formaba parte de la plantilla del bar Casa Puga.
Juan García Cruz con su característico bigote y su peinado hacia atrás, cuando formaba parte de la plantilla del bar Casa Puga.
Eduardo de Vicente
23:41 • 11 ene. 2021 / actualizado a las 07:00 • 12 ene. 2021

Se resistía a dejar el oficio de su vida. Los tiempos habían cambiado, el carbón era ya el recuerdo de las cocinas pobres de la posguerra y el combustible extravagante de las barbacoas que se organizaban en las terrazas de Ciudad Jardín y en los chalés de Nueva Almería, pero él seguía repartiendo con su moto y su canasta aunque el negocio hubiera dejado de ser rentable.



Había hecho de su profesión una forma de vida y estaba tan ligada a ella que la mantuvo en pie hasta el final. Cuando en Almería las carbonerías habían pasado a la historia, Juanico el carbonero seguía estirando el oficio  en el que se había hecho un hombre, el que le había dado de comer en los años del hambre y con el que fue sacando adelante una familia y las carreras de sus hijos.



Aquel romance que mantuvo con el llamado oficio negro, empezó muy pronto, cuando Juan era todavía un niño. Al terminar la guerra, con diez años de edad, se vio obligado a trabajar, entrando como repartidor en la carbonería de Luis Navarro, en la Plaza de Careaga



Aquellos sí que eran buenos tiempos para la profesión. El carbón era el pequeño milagro que nutría los fuegos de las cocinas de los ricos y de los pobres. En Almería se cocinaba con carbón, que era el combustible más barato y el que menos acusaba las fuertes restricciones de la época. Como casi todos los artículos de primera necesidad de entonces, el carbón también escaseaba y para poder adquirirlo era necesario estar en posesión de una tarjeta específica de abastecimiento



Eran frecuentes las colas delante de las puertas de las carbonerías cuando llegaba el reparto del combustible, a razón de dos kilos por habitante. Sin el cupón de la cartilla no te despachaban el carbón, aunque siempre existía la posibilidad de conseguirlo en el mercado negro



Juan García Cruz se curtió en aquella ciudad de la posguerra más cruda, llevando el carbón por las casas de las familias que podían permitirse el lujo de poder cocinar todos los días. Allí iba el niño, con el saco a cuestas o tirando de un viejo carrillo de madera que a veces se le atrancaba en un charco o se le resistía en una cuesta. Conoció el carbón vegetal que venía de las minas de Extremadura, el carbón mineral que traían en tren de las cuencas de Asturias y aquel adelanto del carbón de bolas de la raya, que a finales de los años cuarenta empezó a imponerse en las cocinas de las familias más humildes por ser más barato y más asequible. 



Tras doce años aprendiendo todos los secretos de su profesión, Juan el carbonero montó su propio negocio. En 1951 instaló una carbonería en la calle Méjico del barrio de  Ciudad Jardín, donde además de carbón vendía patatas. Aquel despacho fue una mina, sobre todo en los primeros años, antes de que el petróleo y después el gas butano acabaran con el reinado del combustible negro. 



Fueron años de intenso trabajo. Juan, viendo que la carbonería no le daba lo suficiente para que sus hijos pudieran hacer una carrera, se tuvo que desdoblar en otros oficios. Trabajó en la Compañía General de Carbones para completar un sueldo y encontró una profesión y una familia en el bar Casa Puga, donde estuvo trabajando durante treinta años. Cuando terminaba de repartir el carbón, a las doce del mediodía, se iba al bar y lo mismo hacía por la tarde, cuando ya había cumplido con los repartos del combustible.


En el Puga no fue un camarero más. Juan García llegó a ser considerado como uno más de la casa, ligado tan estrechamente a la familia y al significado de la marca Puga, que en sus últimos años, cuando ya estaba jubilado y no necesitaba trabajar, se pasaba todos los días por el establecimiento para ver si podía echar una mano, aunque solo fuera para hacer los mandados. Destacaba por su honestidad. Leonardo Martín, el último propietario del negocio antes del cambio, contaba que no había conocido a nadie más honrado que Juanico el carbonero. Siempre estaba dispuesto a trabajar, dejando atrás los problemas que pudiera traer de fuera para poner buena cara a los clientes detrás del mostrador. Tenía don de gentes y sabía, desde que era niño, que el cliente siempre llevaba la razón.


A comienzos de los años ochenta, cuando en todas las casas de Almería se había implantado el gas butano, cuando el carbón era el recuerdo lejano de los tiempos del hambre y de las restricciones de la posguerra, Juan García Cruz seguía manteniendo  su carbonería en Ciudad Jardín, llevando en el canasto, detrás de la moto, los encargos que la clientela le hacía para el fuego de las barbacoas y para las cocinas de los restaurantes más selectos.


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