Los que subían a la torre sin ascensor

Ahora que quieren colocar un ascensor en la Catedral tienen más mérito los que la escalaron

En la Feria de 1952 un grupo de intrépidos deportistas de la tierra subió a la torre de la Catedral escalando por su fachada.
En la Feria de 1952 un grupo de intrépidos deportistas de la tierra subió a la torre de la Catedral escalando por su fachada.
Eduardo de Vicente
07:00 • 18 ene. 2021

Colocar un ascensor moderno en una de las caras de la torre de la Catedral podría ser un atropello histórico por el impacto visual que supondría para el monumento,  pero nadie duda que estaríamos hablando de un excelente negocio para las arcas de de la Diócesis, que sin bodas, sin comuniones y con escasos bautizos, andan tiritando de frio en este crudo invierno de la pandemia.



Un ascensor en los muros exteriores, en los que dan a la calle Velázquez, que son los más ocultos, convertiría la torre en una atracción turística y nos permitiría a todos disfrutar de la sensación de subir al cielo en veinte segundos. ¿Cuánto costaría el viaje? ¿Harían rebajas por ser familia numerosa? Los que hemos sido bautizados en el templo ¿disfrutaríamos de alguna oferta para premiar nuestra fidelidad? ¿Instalarían un ambigú en la azotea del campanario con un servicio de catering con camareros con sotana?



Ahora que quieren poner el ascensor en la iglesia nos acordamos de los que subían todos los días andando, escalón a escalón, de aquella familia de ilustres campaneros, los Salazar y de los vecinos que habitaron la vieja torre cuando era un edificio más del barrio. Entonces, el campanario era un escenario fantástico para los niños, que terminaba arriba, en el terrao donde la familia Salazar tendía la ropa y donde los muchachos jugaban a subir corriendo los ciento siete escalones de ascenso a ver quien llegaba antes. El primero que coronaba la cima tenía que asomarse al balconcillo del campanario para confirmar su victoria.



Ahora que quieren colocar el ascensor le damos más mérito a aquellos héroes de la tierra que un verano, aburridos de trepar los cerros del Cañarete sin que nadie los viera y que todo el mundo los tomara por locos, quisieron ganarse el reconocimiento de los almerienses escalando la pared de la torre a la antigua usanza. Como era costumbre entonces, todas las cosas importantes pasaban en Feria. En la de 1952, un grupo de deportistas, formado por Antonio Cano Gea, el maestro de la escalada, Miguel Zea, Paco Moreno y Adolfo Juan, empezó a preparar la aventura que se le había ocurrido a otro excepcional deportista de la época, Agustín Melero, para atacar la torre de La Catedral por la fachada del reloj, atravesando las piedras llenas de musgo que nadie había rozado jamás.



Querían apartarse durante unas horas del anonimato de escaladores de las montañas del Cañarete y de las murallas de San Cristóbal, para convertirse en una atracción multitudinaria con el fin de que toda la ciudad conociera esta modalidad deportiva.



Acordaron con el ayuntamiento que la ascensión a la torre se celebrase como un acto más de los festejos de Feria, por lo que se programó para la tarde del 27 de agosto de 1952. La respuesta de la gente fue un éxito y a pesar de la lluvia que no dejó de caer durante toda la jornada, la plaza de La Catedral se llenó de público y de vendedores ambulantes que acudieron a la fiesta en busca de hacer negocio. Hasta en la azotea del edificio del viejo Seminario, los internos y los curas se congregaron para asistir al espectáculo.



A las tres y media de la tarde Paco Moreno empezó la escalada subiéndose sobre las espaldas de Adolfo Juan para colocar la primera clavija. Moreno realizó la mitad del primer tramo y llevó a cabo el trabajo de colocación de las sucesivas clavijas que iban a permitir la ascensión de sus compañeros. Después pasó a la acción Miguel Zea, que empezó el ataque a la cornisa de la torre en medio de un silencio impresionante. De aquellos instantes, Zea recuerda que mientras subía, iba escuchando el murmullo incesante de la gente y los rezos de las mujeres que le pedían a la Virgen que velara por la integridad de aquellos tres insensatos.



Dos horas y quince minutos después de empezar la escalada, Miguel Zea coronó la cornisa, superando la adversidad de la lluvia, que fue arreciando a medida que se acercaba a la cumbre. Los tres escaladores empezaron a continuación el tramo del campanario. Cuando llegaron a la altura del reloj, colocaron el testigo para inmortalizar la hazaña. En un bote de penicilina metieron un papel con los nombres de los tres escaladores y la fecha. El recipiente lo encajaron en una grieta entre las rocas, bien atado con alambre. 


Sólo faltaba la culminación de la aventura, afrontar el último tramo para alcanzar la veleta de la torre. Para esta hazaña se quedó solo Miguel Zea, que tuvo que quitarse los zapatos para rematar la aventura porque las piedras estaban empapadas por la lluvia.



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