Juana conservaba su espíritu de adolescente a salvo del tiempo como si su estado de ánimo estuviera sometido a un lifting permanente. No tenía una sola arruga en el carácter. No se quejaba de los achaques de la edad que le impedían andar con soltura, ni le preocupaba la certeza del futuro.
Procuraba exprimir cada instante de su vida disfrutando de los pequeños detalles que la rodeaban: la familia que la cuidaba, los vecinos que la visitaban cada tarde en su casa, frente a la iglesia de Regiones, y Dios, que siempre estaba presente en sus actos.
Cuando por la mañana se levantaba de la cama lo primero que hacía era darle las gracias por el regalo de un nuevo día. Cuando alguien le preguntaba si estaba bien de salud, la abuela le decía:“No tengo derecho a quejarme sería ofender al Señor”. La fe era su báculo permanente, al que se aferraba cuando la muerte rondaba su puerta.
Juana Vizcaíno era una mujer de raza que se abrazaba a la vida con la fuerza de un árbol. Hablaba con la autoridad que le daba haber ganado tantas batallas después de recorrer un largo y tortuoso sendero. No le tocaron tiempos fáciles. Su camino fue una lucha por la supervivencia: sobrevivió a la fatídica gripe del año 1918, que dejó su rastro en casi todas las familias almerienses; sobrevivió a las bombas de la guerra y a las penurias que trajo después la larga y oscura posguerra. La suya fue una carrera de obstáculos que ella fue superando sin una sola queja.
Nació en 1916 en la huerta de doña Lola Abad, en lo que hoy es la Avenida de Santa Isabel en el Camino de los Depósitos. Entonces era un arrabal formado por cortijos humildes y dispersos que se perdían por la carretera que conducía a Granada. Su barrio lindaba con el cauce de la Rambla y con el sector norte del Barrio Alto, que entonces tenía tanta vida como el centro de la ciudad.
Su padre trabajaba de jornalero en la finca que don Juan de la Cruz Navarro, personaje de la alta burguesía almeriense, tenía frente a la Estación, donde hoy se levanta la Comandancia de la Guardia Civil. En aquellos tiempos, don Juan de la Cruz era toda una institución en la ciudad, de los que llamaban la atención por su elegancia, por sus formas y sobre todo, por tener los mejores caballos y los carruajes más espléndidos de Almería. Su presencia era siempre un espectáculo. Juana recordaba a aquel hombre tan elegante que cabalgaba como un rey a lomos de hermosos caballos que parecían sacados de un cuento.
La infancia de Juana Vizcaíno fue corta, apenas un suspiro. Tenía nueve años cuando murió su padre, cuando le cambió la vida. Era la mayor de cinco hermanos y tuvo que ponerse a trabajar mano a mano con su madre para poder sacar la familia adelante. Apenas tuvo infancia ni tiempo para ir a la escuela y aprender a leer y escribir. La vida la obligó a madurar antes de tiempo, a trabajar y a pensar como una mujer cuando sólo era una niña.
A los 18 años se casó con un empleado de la fábrica de gas y se fue a vivir al barrio de Santa Barbará (actual Parque de Bomberos). Allí le cogió la Guerra Civil, con su primer hijo recién nacido y la ausencia del marido, que se tuvo que marcharse al frente, reclutado por la Cruz Roja.
Hay momentos que nunca pudo olvidar, instantes que se le quedaron grabados en la memoria como si hubieran ocurrido hace dos días: el pito de las sirenas alertando de los bombardeos, las carreras con el hijo en los brazos hacia la cueva del descampado donde años después construyeron el sanatorio de la Bola Azul, que servía de refugio a la gente del barrio. Desde allí miraban con el miedo metido en los ojos la lluvia de fuego que caía sobre la ciudad, y en silencio las mujeres le pedían a Dios que las librara de morir aplastadas por un obús.
Después pasó hambre. Los bombardeos se habían terminado, pero el hambre disparaba directamente al corazón, haciendo las noches interminables. Lo poco que entraba en la casa era para alimentar al hijo, para el marido que tenía que salir a la calle a buscar trabajo. Años grises, juventud arrugada que pasó de largo sin más esperanza que comer cada día y huir de las miserias.
Sentada en su sofá, en un rincón de la casa donde vivía con su hija, Juana iba repasando su vida, arropada en una memoria fértil que el tiempo no fue deteriorando. Hablaba del pasado como si lo estuviera viendo a través de una ventana, de lo agradecida que le estaba a Dios por darle salud, de lo contenta que estaba porque su barrio, el de Regiones, se había acordado de ella para darle un homenaje.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/12/almeria/207763/la-querida-abuela-de-regiones