Desde niño, Juan Fernández Requena fue alimentando la ambición de salir de su pueblo y conocer otros horizontes. No quería ser labrador ni ganadero, ni tampoco dedicarse a las minas.
A finales del siglo XIX, Serón no le ofrecía muchas posibilidades a un joven con inquietudes diferentes. Había leído ‘Cinco semanas en globo’ de Julio Verne en una de las primeras ediciones de la obra que guardaba como oro en paño el médico del pueblo y en su imaginación brotaban los sueños cargados de viajes, de barcos y de mares azules llenos de aventuras. Siendo un adolescente, acarició la idea de marcharse a Cuba, pero cuando tuvo edad de hacerlo las relaciones entre España y la isla empezaban a ser preocupantes y el clima bélico cortaba las alas de los aventureros que veían en el Caribe la posibilidad de hacer las Américas.
Tenía 18 años cuando con el dinero que había ahorrado trabajando se marchó a Granada para aprender la profesión de practicante. En 1890 ya ejercía el oficio en el Hospital Provincial. Llegó después de atravesar la sierra desde Serón, en un carruaje tirado por mulas que tardaba casi un día en recorrer el trayecto después de parar en todos los pueblos y las ventas de Los Filabres.
Además de ser uno de los practicantes más populares de la ciudad, Juan Fernández gozó siempre de una bien ganada fama de mujeriego. A lo largo de su vida tuvo cuatro esposas y veinte hijos. Lastres primeras fallecieron jóvenes, por lo que le pusieron el apodo de ‘Barba Azul’, aquel aristócrata del cuento de Charles Perrault que se casó siete veces sin que nadie supiera qué hacía con sus cónyuges.
Juan Fernández dedicó su juventud a sembrar de hijos la tierra. Destacaba por su buen humor y una mirada dulce que encandilaba a las mujeres. Contaba con el glamour que le daba su profesión y el ser un hombre letrado. A finales del siglo XIX, un practicante con estudios era todo un personaje en una ciudad como Almería, donde un porcentaje alto de la población era analfabeta. Trabajaba en el Hospital haciendo su turno, y en el tiempo libre se ganaba unas pesetas poniendo inyecciones en casas particulares y en la botica que José Pérez López tenía en el número 15 de la calle Real.
Durante años, habitó en una casa antigua que había enfrente del Hospital, a unos metros del gran árbol que todavía hoy sigue presidiendo la plaza. Allí vivió con sus tres primeras mujeres, aunque su sueño había sido siempre tener una casa cerca del mar.
En 1917, cuando enviudó por última vez, pensó sentar la cabeza pero un año después un médico le presentó a una joven, veinte años menor que él, a la que no le venía mal emparentarse con un hombre bien situado. ‘Barba Azul’ no pudo negarse y unos meses después se casaba con Luisa, su última esposa.
Se fueron a vivir a la calle de Pescadores, una zona que hoy se correspondería con el Parque Nuevo. Juan Fernández consiguió una vivienda de dos plantas, que destacaba por su majestuosidad en medio de las pequeñas y humildes casas que se levantaban en esa hilera. Era el hogar que estuvo buscando desde que llegó. Desde las ventanas podía ver el puerto, el Cable Inglés en plena actividad, la carretera de tierra que serpenteaba por las estribaciones de la Sierra de Gádor camino de Málaga.
Apenas llevaban un mes en la nueva casa cuando empezaron a suceder extraños acontecimientos que no tenían ninguna explicación lógica. Apareció un gato negro dentro de la vivienda, un gato omnipresente; lo echaban a la calle y de noche volvía a aparecer en la cocina o maullando en las escaleras. Notaron, además, que algunos objetos cambiaban de sitio: la ropa recién planchada que la mujer había colocado en una silla la encontraban tirada en el suelo, con las huellas del gato.
Unos vecinos, que conocían la historia de la casa, les contaron que todos los que habían pasado por allí en los últimos veinte años habían tenido que marcharse, asustados por los fenómenos sobrenaturales que ocurrían. Cuando cansados de soportar el miedo se mudaron a la calle Séneca, un viejo del lugar les dijo que corría la leyenda de que el alma de una joven, asesinada en la casa durante la noche de bodas, vagaba por las habitaciones sin encontrar descanso.
Después llegaron tiempos muy duros en los que ‘Barba Azul’ tuvo que trabajar día y noche en una ciudad asolada por la epidemia de gripe del año 1918. La muerte por contagio de José Soler Ortega, el practicante titular del municipio, multiplicó el trabajo del resto de compañeros, que en condiciones extremas tuvieron que hacer frente a la calamidad casa por casa. Juan Fernández Requena salió ileso de la mortal epidemia de gripe, pero no de un cáncer de garganta incurable que se lo llevó a la tumba en el invierno de 1927.
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