Tenía grabado en la memoria el sonido de todos los trenes que cruzaban por las Almadrabillas camino del embarcadero. Su vida era el tren y su patria aquel pedazo de tierra que habitaba frente a la playa, junto a los muros del puente que llevaba a la estación.
El paisaje de su vida fue el barrio del mineral, el trozo de mar que se abría delante de sus ojos, la playa del Club Náutico con su balneario, los trenes que iban a descargar al Cable Inglés, el agetreo diario de la fábrica de Oliveros, que llenaban de vida aquel paraje a extramuros de la ciudad. Eran los vagones de la esperanza, que venían de los pueblos repletos de mineral, dejando a su paso un rastro de polvo rojizo en la ciudad que le daba un aspecto fantasmagórico.
A última hora de la tarde pasaban los vagones del puerto hacia la estación con el pescado recién cogido buscando el Correo de Madrid.
María Ruiz Torres se sabía de memoria el nombre de todos los trenes y las horas de paso, cómo se llamaban los maquinistas y la vida de cada uno de ellos. Desde niña, se había criado allí, en el barrio de las Almadrabillas, junto a su padre, Francisco Ruiz, que fue empleado de RENFE y su madre, Mercedes Torres, trabajadora del Balneario Diana; era la encargada de cuidar las casetas donde los bañistas se cambiaban de ropa para que no robaran y para que los mirones no se acercaran a hacer agujeros a los vestuarios de las mujeres, una costumbre muy arraigada entonces.
La vida de María Ruiz fue dura y sacrificada. Se casó joven, tuvo cuatro hijos y con 36 años se quedó viuda. Perdió al marido en 1941 en un accidente absurdo y mortal. Cuidaba de un rebaño y mientras descansaba junto a unas piedras, una cabra le cayó sobre el estómago y le reventó la vejiga. Cuando a la mujer le dieron la noticia estuvo a punto de quedarse en el susto.
Eran los años oscuros de la posguerra y el sueldo del paso a nivel apenas daba para poder comer todos los días. Había que poner en funcionamiento la imaginación y una buena dosis de picaresca para poder sacar adelante a la familia sin el sueldo que aportaba el padre.
Aprovechando que por ser funcionaria de los ferrocarriles podía viajar en tren por toda España sin pagar billete, María ‘la guardabarreras’ hacía incursiones a los pueblos de la provincia de Jaén y Córdoba para conseguir aceite, un producto muy apreciado en aquellos tiempos de escasez. Conseguía garrafas que ella vendía de forma clandestina o las cambiaba por alimentos en los puestos de estraperlo que de forma improvisada se montaban a lo largo de la calle Juan Lirola y del Mercado Central. Las aceras se llenaban de mujeres enlutadas, que medio ocultas en grandes mantones, iban pregonando en voz baja: “Tengo arroz, llevo azúcar, hay café del bueno”, “aceite de Jaén”, aprovechando el descuido voluntario de los municipales.
La guardabarreras habitaba una casa pequeña de planta baja en las Almadrabillas. Tenía un corral más grande que la vivienda, donde criaba gallinas, cerdos, pavos y conejos, y un patio enorme con un grifo de agua potable y dos pilas para lavar. Allí iban a por agua los trabajadores de los talleres Oliveros, que estaban enfrente, cruzando la actual avenida Cabo de Gata. Junto a la tapia del patio, los marineros de los barcos ingleses que venían al puerto a por los barriles de uva, organizaban interminables desafíos de fútbol que acababan cuando se iba la luz del día. Su padre le contaba que en esta explanada se vieron a finales del siglo XIX los primeros partidos de fútbol que se jugaron en Almería, protagonizados siempre por los marineros británicos que fueron exportando el juego por todos los puertos que pisaban. Los habitantes de la zona acudían a ver a aquellos hombres en calzoncillos que se peleaban por la pelota.
La casa de María ‘la guardabarreras’ fue siempre un lugar de encuentro y un paso obligado para todo el que transitaba por la zona. La gente de la Vega, cuando regresaba a los cortijos después de hacer una incursión en la ciudad, paraba un rato en el porche que había frente al paso a nivel para beber agua y conversar. Las familias de gitanos que iban recorriendo la orilla de la vía cogiendo carbonilla, le tocaban en la puerta para que María le sacara un trozo de pan y un muslo de conejo para espantar el hambre. Los estibadores del Puerto mandaban a llenar los cántaros de agua a casa de la guardabarreras y en Navidad todo el que tocaba en su puerta comía.
En las noches de verano se hacían tertulias en el patio y se tejían historias de amor y antiguas leyendas. “María, recuérdanos otra vez aquella vez que vistes caerse dos vagones al mar desde lo alto del cargadero”, le decían las vecinas. Y ella volvía a contarles la vieja historia como si fuera la primera vez.
Cuando María murió, media Almería fue al entierro. Aquella tarde cerraron los talleres de Oliveros y los trenes que iban al cargadero pasaron despacio, sin hacer ruido, en señal de duelo.
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